07 marzo 2023

  ESCRITURA CREATIVA FORUM PRIMAVERA 2023

Hola, compañer@s escritor@s. En este espacio podréis publicar, en forma de comentarios, vuestros relatos de esta temporada de primavera. Así todos podremos "leernos" mas detenidamente y con la atención que este magnifico taller se merece. Animo, suerte, inspiración y a publicar sin miedo.  

134 comentarios:

  1. EXISTENCIALISTAS

    Al abrir los ojos se encontró con una rana que lo miraba fijamente. Volvió a cerrarlos. Aun cuando no recibía la visita de insólitos huéspedes como el de aquella mañana, sus despertares siempre eran así. Se trataba de una especie de pereza vital, un no querer incorporarse, tras el mucho más placentero mundo de los sueños, a la penosa vigilia diaria, a la rutina de la lucha por la supervivencia, al cotidiano pasar, a las mismas aburridas ceremonias de todos los días.
    Pero, quizás, aquella rana… Pero, no… “No seas idiota, - se dijo - ya estas demasiado mayorcito para creer en cuentos de ranas o sapos que se transforman, tras un cálido beso, en princesas encantadas o príncipes azules. Tal vez todo esto sea producto de una mala digestión de la cena de anoche”. Así que, aunque desalentado, armándose del desmayado valor que acompañaba todas sus mañanas, volvió a abrir los ojos.
    La rana, como el dinosaurio del brevísimo cuento de Monterroso, todavía estaba allí. Y continuaba mirándole fijamente. Sin pestañear. Él le devolvió la mirada con la misma intensidad. “Aunque no estoy habituado a comunicarme con ranas – pensó – tal vez pueda establecer con esta una comunión mayor que la que obtengo con mi pareja, con la que no soy capaz de ir mucho más allá de la mera función reproductiva”.
    - ¿Todo esto para qué? – le planteó sin más miramientos una de las preguntas que atormentaban sus amaneceres.
    El saco vocal de la garganta de su insólita interlocutora se infló y desinfló como animándole a continuar. Eufórico, creyendo haber encontrado algo así como un alma gemela en la que depositar su desaliento y su crisis vital, comenzó a perorar:
    - Mira, mi querida amiga, hubo un tiempo en que creía en la existencia de un Dios, pero la inteligencia, la maldita, tal vez demoniaca inteligencia que nos ha sido otorgada a los seres vivos me ha obligado a desechar ese concepto. Desde entonces, no sé cómo llenar el vacío abismal que ha dejado en mi vida la ausencia del Anciano Creador de la barba blanca. Si Dios ha muerto y entonces todo es válido, si no soy capaz de distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, si lo único que me queda es la trabajosa supervivencia cotidiana, la existencia y la vivencia subjetiva por encima de la esencia y del conocimiento objetivo. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Para qué vivir? Espero que así puedas comprender mi resistencia a despertarme, y no lo interpretes como un desaire o una falta de cortesía hacia tu honorable y verdosa presencia en mi almohada.
    Sin pestañear, la rana volvió a dilatar y contraer su garganta en un, ya inconfundible para él, gesto de comprensión. Cuando se disponía a continuar con su discurso, el indulgente batracio le interrumpió con un ademán de una de sus viscosas patas delanteras.
    - Sí, sí. Te comprendo y todo eso que me dices me suena mucho – pronunció con la voz cascada que todo el mundo atribuye a las ranas – En mis años mozos, como tú, leí a aquel alemán bigotudo: Nieto, o Nitche, o algo así… no recuerdo bien. Y también a aquel francés de mirada, y me atrevería a decir que también inteligencia, torva y estrábica, cuyo nombre tampoco recuerdo (las ranas tenemos poca memoria). Pero mira por donde, creo que puedo ayudarte. Porque si lo piensas bien, la suprema expresión del existencialismo (la subsistencia por encima de la esencia, los actos por encima de los motivos) es el orden inflexible de la cadena alimentaria. Es incontestable. Tal vez mañana yo misma sea devorada por una serpiente.
    Y tras pestañear por primera vez, sin más disquisiciones filosóficas, desplegando su agilísima lengua retráctil, la rana se tragó al atribulado mosquito.

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  3. COLIFLOR - ORDENADOR – LIMPIO/A – NO SUBÍA - ¡VAYA! – DESENGAÑARSE – E – NEOYORQUINO – MARRÓN – AUNQUE – CANTÓ – MARGARITAS – PERO – ELECTRICISTA

    DEMOCRAZIA E COSA NOSTRA

    El olor a coliflor hervida que, desde el edificio contiguo habitado por inmigrantes italianos, traía el frio de la noche, hería la pituitaria del candidato que tecleaba su discurso en el ordenador del solitario despacho. No le preocupaban en exceso ni la ortografía ni la sintaxis. Sus asesores lo pasarían a limpio mañana. Si no subía aún más en las encuestas no sería por falta de ayuda literaria y gramatical. Pero, de repente, se detuvo en su afanoso teclear… ¡Vaya!... ¡Esta sí que no podía dejarla pasar: había escrito “democrazia” con zeta! No fuera a ser que los miembros del staff fueran a desengañarse ante el enorme abismo que separaba su brillante oratoria e inteligencia política de su detestable ortografía ítalo-neoyorquina de Brooklyn. Aprovechó la pausa para mordisquear un marrón glacé de una cajita que le había dejado una voluntaria del equipo electoral. “Exquisito – pensó – aunque fuera de lugar”. Delicatessen en aquel barrio obrero que había escogido para cuartel general. No, no le gustaba. Como para redimirse, cantó entre dientes para sí el “Bella Ciao” y el “Avanti popolo”. Inflamado de conciencia de clase y, porque no decirlo, de apetito, telefoneó a la pizzería de la esquina para encargar dos “margaritas”. “Mis pobres “macarroni”, os juro que vuestra vida mejorará cuando sea alcalde” suspiró. Cuando sonó el timbre y abrió, el repartidor le sonreía. Pero, tras abrir la primera caja sobre la mesa, sacó de la segunda una Magnum 44 y disparó a bocajarro al candidato, cuya cabeza destrozada se desplomó sobre la mozzarella. “¡Un elettricista di merda alcalde de New York! ¡Ma que cosa!” Sonriendo con un diente de oro, mientras salía, aquel fiel servidor del orden establecido se despidió: ¡Arrivederci, Espartaco!”

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  4. Metamorfosis.
    Al abrir los ojos se encontró con una rana que la miraba fijamente. No se sorprendió, pensó “me quede dormida”, como tantas otras veces le había pasado mientras las observaba. La charca permanecía oculta entre castaños y helechos, nadie pasaba por allí a pesar de que estaba situada a poca distancia de la aldea. No movió ni un músculo, sentía el sol sobre su cabeza y respiró confiada el húmedo calor que desprendía la vegetación que tapizaba la estrecha ribera.
    Pasaba tantas horas contemplándolas que conocía cada detalle de sus singulares cuerpecillos: su piel brillante, el tronco rechoncho, la línea vertebral clara que le recorre el lomo; las extremidades pardas y moteadas, las delanteras más cortas con sus cuatro deditos y las posteriores plegadas al cuerpo, listas para saltar. Lo más llamativo era el intenso color verde de su cabeza triangular que se le mostraba como una punta de flecha rematada por un morro redondeado ligeramente y coronada por sus prominentes ojos. Era allí donde ella persistía, en esas pupilas horizontales y negras rodeadas de un iris dorado salpicado de puntitos oscuros. En esa mirada buscaba una señal, un indicio que le permitiera descubrir si tras esos ojos saltones e impasibles se escondía alguna clase de emoción. Estaba obsesionada.
    En su familia era la rarita, su abuela le decía que estaba asilvestrada, todo el día perdida por el monte. Ellos nunca sospecharon de su enfermiza fijación y ella siempre les oculto dónde y cómo pasaba las horas, por suerte cada vez vivía menos gente por aquellos lugares, era casi imposible que alguien la descubriera. Así la vida en la charca continuaba ajena al paso del tiempo sumida en su inmutable ciclo.
    Al principio no fue fácil, las ranas, al más mínimo movimiento, temerosas de que un grave peligro se precipitara sobre ellas, desaparecían mimetizándose entre el agua y el fango, pero aprendió a acercarse sigilosamente y su presencia llegó a ser tan habitual que poco a poco consiguió ser parte de su mundo. Se daba un chapuzón de vez en cuando, si sentía hambre cazaba insectos con su larga lengua y podía permanecer inmóvil sobre un canto rodado durante mucho tiempo.
    Cada primavera esperaba ansiosa la metamorfosis de los renacuajos. Se concentraba en el momento exacto en el que por primera vez henchían de aire sus diminutos pulmones. Llegó a creer que, en ese preciso instante, alcanzaban su propia consciencia y solo entonces podía sentir, fugazmente, un atisbo de reconocimiento reflejado en sus oscuras pupilas orladas. Pero eso era todo y ella continuaba anhelando una conexión primigenia.
    Por la noche, acostada en su cama, el croar de las ranas, ese sonido amplificado en la oscuridad se funde en sus sueños húmedos y herméticos. La rana continúa mirándola fijamente, hincha la fina piel de los sacos vocales y canta: «croack, croak...», un canto grave y potente que le rasga las entrañas a la joven y al fin comprende, da un gran impulso con sus patas traseras y se sumerge en el agua. Estaba en casa.

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  5. El asedio. 1ª parte.
    Había leído que las llaves simbolizan la autoridad y el conocimiento, en la biblia, por ejemplo, su poseedor tenía la facultad de abrir caminos y acceder a lo oculto. Este mantra me lo repetía cada mañana cuando introducía la pesada pieza de hierro con mano temblorosa en la cerradura, haciendo un esfuerzo por controlar el escalofrío que desde la punta de mis los dedos se extendía por todo mi cuerpo.
    Nuestra ferretería era uno de los negocios más antiguos de la ciudad, de esos que se heredan de padres a hijos y pueden ser una bendición o una maldición para los descendientes. Lo cierto es que el bisabuelo dio en el clavo. En aquella época el comercio ferretero era un negocio para emprendedores y visionarios, el nuestro adquirió fama rápidamente gracias a los productos procedentes de Alemania e Inglaterra. Ocupamos todo el bajo de un antiguo edificio. Las buenas ferreterías ponen a disposición del cliente cientos de artículos y a nosotros nos enorgullece tener cualquier cosa que nos soliciten. Pero esta historia de éxito comenzó a torcerse ya en la segunda generación.
    A día de hoy, la tienda se conserva casi igual que cuando se inauguró, tiene esa belleza de lo decadente. Al entrar te invade un perfume añejo: es el olor del hierro y el aceite de engrasar. Presenta un gran espacio sustentado por cuatro columnas de hierro fundido, al frente el macizo mostrador de roble y la barroca caja registradora en una esquina. Las paredes están cubiertas hasta el techo por anaqueles llenos de cajones con sus tiradores de hojalata. Desde la trastienda, abarrotada de estantes repletos de tornillerías y herramientas, se entra a una amplia zona de paso, por la que a través de un estrecho camino, abierto entre cajas apiladas cubiertas de capas de polvo acumulado durante décadas se llega al almacén, donde se guardan los artículos menos demandados y los más voluminosos. En aquel lugar, entre todo ese aparente caos, casi oculta por pesadas cajas con material descatalogado, se encuentra una trampilla de doble hoja por la que se accede, por una empinada y gastada escalera de piedra, a unos sótanos abovedados rodeados de leyendas. Esas puertas permanecen condenadas con una gruesa cadena y un recio candado desde los tiempos del abuelo. Mi padre me prohibió acercarme porque aquello, me dijo, estaba infestado de ratas; pero mi curiosidad de crio era tanta, que cuando todos estaban ocupados me escabullía hasta el fondo, me tumbaba sobre la trampilla de madera y pegando la oreja podía oírlas corretear, hasta que distinguía un suave gimoteo que me ponía el vello de punta y me quitaba las ganas de repetir la aventura.

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  6. El asedio. 2ª parte.
    Paso el tiempo, yo ya estaba plenamente integrado en el negocio ferretero, entonces fue cuando comencé a percatarme de un sonido como si rascasen con un cepillo de púas y un rechinar de dientes; el desagradable soniquete también era percibido por los empleados que, inquietos, se negaban a buscar los artículos si estaban atrás. En la ferretería el ambiente se tornó tenso. Mi padre instalo una de nuestras mejores cerraduras en la puerta de entrada al almacén, temía que las criaturas infernales continuaran royendo con sus grandes incisivos y nos invadieran. De un día para otro ya no teníamos acceso a muchas de las mercaderías que quedaron allí. Pero no sirvió de nada porque el acoso persistía, y al poco, ya las podíamos escuchar cada vez más cerca. Ahora era una vocalización chirriante y aguda. Empezamos a perder clientela y luego mi padre falleció.
    Me hice cargo del negocio. Los aberrantes engendros continuaban con su asedio y me vi obligado a clausurar el paso hacia el almacén, sumando otra gran pérdida. Los empleados de tantos años me abandonaron, no podían soportar por más tiempo el perverso e implacable avance de esa presencia. Al quedarme solo el pánico me invadió y precinte la puerta de la trastienda, así me vi expulsado hasta el noble y decimonónico atrio, donde apenas entraban clientes y hasta los turistas, de tour por el barrio, ya no se detenían para hacerse fotos. Hoy echo la llave por última vez. La sopeso en la palma de la mano y pienso que no me ha conferido ningún poder ni me ha desvelado un oculto misterio. Sin volver la vista atrás acelero el paso de camino a la inmobiliaria, a la que le he vendido la ferretería con todo su horror.

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  7. ACERO INOXIDABLE ROSCA METRICA 4X12
    Primera Parte

    -Se lo juro, señor juez. Yo tan solo había entrado en la ferretería para comprar un berbiquí, unos tornillos, unas tuercas y un tubo de Loctite. Si, ya sé, ya sé que me recuerda y que estos hechos pertenecen a otro sumario en el que también estoy encausado, pero, aunque no proceda ahora, he de insistir en que, si destrocé a martillazos el Stradivarius de mi vecino, el señor Menuhin, fue por no destrozar su cabeza. Ya sé que es un virtuoso reconocido internacionalmente, pero es que no podía soportar ni un minuto más sus interminables y chirriantes ensayos para afinar el valioso instrumento.
    -Sí, sí, disculpe, ya voy al relato de los infortunados hechos que, desgraciadamente, nos ocupan ahora. Como le decía, entré confiado en la ferretería, una ferretería como otra cualquiera, pero en principio me sorprendió encontrar bajo un descolorido guardapolvo azul a una sonriente y atractiva dependienta con un piercing en las fosas nasales (juraría que era una arandela DIN 125 para métrica 10), en lugar de uno de los adustos ferreteros de toda la vida, de esos que te tratan displicentemente si no sabes distinguir una rosca métrica de una whitworth. Tras dedicarme un gracioso mohín, se encaramo, diligente, en una escalerilla de mano ante una estantería en busca de la tornillería solicitada. Se me hizo raro que un material ordinario como el de mi pedido estuviera en un lugar tan poco accesible. Pero pronto caí en la cuenta de que la poca accesibilidad del material era inversamente proporcional a la mucha accesibilidad de la despampanante ferretera. Porque, créame Señoría, aquella especie de seductora sirena de los herrajes y la tornillería, no llevaba ni la más mínima ropa interior bajo el austero guardapolvo azul, y, no en vano la llamo sirena, porque el tintineó de las dos arandelas de ajuste de acero inoxidable. A2 30X42X0,1 que perforaban su rasurado sexo, brillando en la penumbra del guardapolvo, sonó en mis oídos y en mi libido como el canto de las sirenas de Ulises en su azaroso viaje a Ítaca. Luego, tras descender majestuosamente como una Circe de su Olimpo de tojinos, cáncamos y alcayatas, con un par de cajitas con etiquetas de medidas normalizadas en la mano, sus labios perversamente húmedos susurraron en mi oído que el contenido de aquellas cajitas era lo más parecido a lo que yo solicitaba, aunque la calidad del producto, de fabricación china, era bastante dudosa. Pero, que, no obstante, bajo pedido, podrían suministrarme en un plazo de 24 horas una tornillería de excelente acero alemán inoxidable A3 de primera calidad. Y, ante mi estupor, sin que yo afirmara ni negara nada, desabrochándose la bata, me mostró unos esplendidos pezones, primorosamente maquillados con carmín y perforados por tornillos de acero inoxidable, cabeza abombada, métrica 4X12, convenientemente asegurados con tuercas del mismo excelente material. “Algo así como esto” agregó, lamiendo con su lengua de serpiente el lóbulo de mi oreja.
    Continúa…

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  8. Segunda Parte

    Ni que decir tiene, señor juez, que uno, aunque hombre frugal y de prolongado celibato, no es de piedra. Así que no le extrañe que tras echar ella el cierre a la puerta de la ferretería y colgar el consabido cartel de “Vuelvo en diez minutos”, termináramos en la trastienda practicando el placentero y tal vez demodé juego del mete-saca. Pero, oh cielos, hete aquí que el ferretero regresó antes de lo previsto de la barbería y tras apagar un magnifico cortacéspedes Husqvarna, que, en nuestro frenesí fornicatorio habíamos puesto en marcha accidentalmente, y que corría como elefante en cacharrería por todo el local, ciego de legitimo furor marital, empuñando el martillo Stanley más grande que encontró a mano, me acometió con el honorable propósito de machacarme la cabeza. No me quedo más remedio que defenderme parando sus golpes con un pesado martillo de encofrador marca Bellota (siempre fui partidario del producto nacional). Y el resto ya lo sabe usted, Señoría: en el fragor de aquella especie de esgrima martilleril, acerté, en legítima defensa, eh, que conste, a hundir el martillo, por el lado de extraer los clavos, en el parietal derecho del infeliz, con las nefastas consecuencias que me han traído aquí. Pura fatalidad, señor juez, el violín, aquella mujer, aquellos pezones, aquellos piercings, aquel marido ultrajado… Dígame ¿Que haría usted en mi lugar?
    - Hum, hum…- respondió el juez enrojeciendo, no se sabe si de pudor o de cólera - Lo que haré en principio, mientras me aclaro, va a ser internarle en un psiquiátrico. No por la naturaleza del crimen de la ferretería, desde luego, que entra en los estándares de la criminología convencional, sino por su chaladura cretinoide de suponer que un Stradivarius puede restaurarse con un berbiquí, unos tornillos, unas tuercas y un tubo de pegamento.

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  9. Un amor perdido


    Fue a finales del verano de 2005. Ella salió un día por la blanca cancela que separaba nuestro jardín del campo exterior; toda nuestra casa estaba entonces bien cuidada, y la cancela cubierta por un amplio arco de madreselvas que, al caer la tarde, desprendían un delicado olor que embriagaba los sentidos.

    Sé que se sintió arrepentida por aquella fugaz y estúpida infidelidad; porque ella me lo dijo muchas veces y yo la creí. Pero veía cómo había cambiado su expresión, entonces más triste y apagada. Mil veces me pidió perdón y mil veces la perdoné, enamorado y dolido. Nunca le recordé el hecho, y traté de ser siempre amable y cariñoso. Pero ella no recuperó nunca su antigua alegría ni su viveza; era como si el remordimiento le devorara el alma. En el fondo, y sin decirnos nada, comprendimos que nuestra relación ya no era la misma, que había perdido aquella frescura y naturalidad del principio, y una tarde aciaga preparó una escueta maleta y se fue en silencio, sin expresar su honda amargura. ¡Cuánto lo he lamentado a lo largo de mi vida!

    Han pasado casi veinte años y, cumplidos ya los cincuenta, mi pelo ha comenzado a blanquear. Hace mucho tiempo que he perdido la esperanza, y ya no me siento cada tarde en el porche de la casita donde fui tan feliz con ella, esperando vanamente que un día regresara. El jardín ya no luce como cuando ella lo arreglaba, la madreselva está menos lozana y como más triste, las paredes de la casa fueron perdiendo su blancura y todo parece mostrar un aire espeso de tristeza y abandono. Yo rehice mi vida poco a poco y ahora vivo solo con cierta tranquilidad en esta casa que guarda tantos recuerdos inolvidables para mí.

    Pero hoy ocurrió algo inesperado. Una mujer entró en el jardín por la misma cancela que se había llevado a mi amada y me llamó por mi nombre. Al principio no la reconocí, con sus arrugas incipientes, su descuidada delgadez y su voz más oscura; me pareció una extraña, pero emanaba de ella algo entre familiar y amable. Sus ojos, ahora más tristes, sus elegantes ademanes, su pelo también algo cano; todo era suyo. Sí, era ella. Mis piernas temblaron como cuando la veía las primeras veces después de conocerla.

    Con voz quebrada, lentamente, me dijo que si yo quería volvería conmigo a vivir nuestros últimos años. Durante unos segundos que debieron de parecerle interminables y crueles no supe qué contestar. Mi silencio le hizo entender que ya era tarde, muy tarde. Entonces, sin decir otra palabra más, y antes de romper a llorar, se dio la vuelta y se fue, esta vez para siempre.

    Emilio
    13 de marzo de 2023

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  10. LA ISLA DE CORAL

    Un atardecer, tuvimos que comernos a unos cuantos vecinos para no defraudar las expectativas del gobierno. Hasta entonces, la pesca en las aguas esmeralda de la laguna y la recolección de cocos era nuestro medio de subsistencia; una dieta estricta que mantenía nuestros cuerpos sanos y vigorosos. De la salud de nuestros espíritus se ocupaban la melosa benignidad del clima y la serena belleza de las noches estrelladas sobre la apacible melodía del mar en las rompientes y el rumor de los cocoteros mecidos por los vientos alisios. Un día, nuestra sosegada vida se vio alterada por la llegada de los primeros turistas, pero aceptamos de buen grado aquella abracadabrantemente afortunada fuente de divisas, en beneficio de la precaria economía de nuestra micronesica nación. Pero el insaciable hombre blanco siempre pide más. Meses después, una aciaga circular del ministerio, llegó a nuestra aldea diciendo que los visitantes ya no se conformaban tan solo con fotografiar nuestras inmaculadas playas, cazar nuestra rica fauna o presenciar nuestras danzas tribales. Exigían emociones fuertes: habría que romper nuestro tabú alimenticio implantado desde la remota época de los misioneros y ofrecerles lo más profundo de nuestro ancestral folklore: una fiesta “gastronómica” a la manera de nuestros antepasados. Así que, tras un doloroso sorteo entre la población para escoger la “materia prima” del banquete, entre la escandalosa llantera de los deudos de los “agraciados”, tuvimos que adaptarnos a las exigencias del mercado. Los turistas sacaron fotos y se fueron muy contentos. Las lágrimas de las viudas, viudos y huérfanos fueron generosamente recompensadas por el ministerio con la medalla al Mérito Turístico.

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  11. EL PORTICO DE LA GLORIA

    El terreno tenía su encanto. La puertecilla de acceso con entrañables listoncillos terminados en punta y el sobrio arco vegetal que la cubría invitaba a la entrada No había ningún cartel de “Cuidado con el perro”. El animal que estaba al otro lado del verde sendero parecía inofensivo. Sin duda el lugar era tan solo uno de esos huertos urbanos tan en boga hoy en dia. Pero yo siempre he sido un tipo soñador y pensé: “Tal vez este sea mi Pórtico de la Gloria”. “Quizás sea una pequeña sucursal del Paraíso, en el que pueda desintoxicarme del cemento de que está hecha mi vida. Acaso dentro, entre la maleza haya una acequia con tierra húmeda en la que hundir las manos, con el agua hasta las rodillas, unos miembros desnudos, unos callosos dedos de hortelana acariciando mis mejillas y palabras con aroma a vino recién cosechado, murmuradas en mi oído como un cálido aliento de primavera”. Entonces entré. A un lado del sendero de un esmeralda irreprochable, entre unos raquíticos brezos, sin percibir mi intrusión, codiciosa y semidormida, con los brazos extendidos como si quisiera acapararlo todo para sí, tomaba el sol una mujer desnuda. Aun en su sopor, sostenía en una mano un manojo de espigas de trigo y en la otra unos pámpanos de viña. “Oh, mi hortelana, mi aromático vino recién cosechado, mi crujiente pan de blancura inmaculada, mi oblicuo rayo de sol primaveral” suspiré extasiado.
    Cuando, inflamado de una especie de fervor místico, quise acercarme a mi fecunda Ceres abandonando el frescor del mullido y verde sendero, las ramas de la tierra inculta que la rodeaba crujieron bajo mis pies. Entonces aquella diosa se despertó con un gritito de pavor, intentando en un empeño inútil cubrirse el pubis con los pámpanos de viña. Al mismo tiempo el perro del otro lado del sendero comenzó a ladrar furiosamente.
    Pero, lo que, como un imprevisto rayo en un cielo estival, me saco definitivamente de mi cándida ensoñación, fue la presencia del guardia municipal que, interrumpiendo su encomiable labor de multar a los coches de un parking aledaño, se acercó atraído por los gritos de mi ilusoria Ceres y los ladridos de aquella especie de Cerbero en que se había convertido el antes pacifico animal.
    - ¿Le está molestando este caballero, señorita? – interpeló, solicito, a la bella. Aquí he de subrayar el axioma relativo a la poca simpatía de los uniformados por el aspecto obnubilado y el descuido en el vestir de los poetas, porque la palabra “caballero” la pronunció con un retintín que me fastidió bastante.
    Como ni mi destronada diosa, demasiado ocupada en cubrirse las vergüenzas ni yo, apabullado por la imprevista aparición de aquella especie de “ángel de la espada flamígera” municipal en nuestro malogrado Paraíso, acertábamos a decir nada, aquel celoso representante de la ley y el orden, señalándome con el dedo de la mano con la que aun sostenía el talonario de multas, profirió:
    - Venga, circule si no quiere que me lo lleve al cuartelillo.
    Como un Adán expulsado del Paraíso, sintiéndome absolutamente derrotado, recorrí el resto del sendero hasta la puerta de salida, también con entrañables listoncillos terminados en punta, pero sin “Pórtico de la Gloria” y me fui. Cerbero me despidió con un gruñido.
    Pero ¡Oh, cielos! Dios no abandona del todo a los poetas, aunque sean malditos como yo, porque cuando me dirigía, al borde del llanto, a la Babilonia de cemento que se divisaba al fondo de la breve campiña, reparé en que no había salido solo. Exiliadas como yo de aquel paraíso de jurisdicción municipal, tres mariposas revoloteaban felices alrededor de mi cabeza componiendo la más hermosa sinfonía de silenciosos colores que había visto en mi atribulada vida.

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  12. DULCERIAS
    Ensimismada en sus laboriosos quehaceres, se deleitaba pensando en el tocinillo que, como su inseparable apellido indica te eleva al cielo. Tras rescatar varias recetas de un antiguo libro de dulcerías que, metamorfoseándolas con su glorioso ingenio, había conseguido adaptarlas a la demanda actual y así, bañando las rosquillas en la aromática y evocadora agua de azahar y… algo más, ahora resultaban tentadoras. Por no hablar de las arreboladas yemas que parecían burlar la virtuosa templanza. Las claras sobrantes las convertía en nubes de merengue y al paladear su embriagante sabor, apreciabas la pizca de sal que añadía para conseguir tan etérea textura
    La Abadesa pretendiendo disimular con un lacónico gesto la pecaminosa avaricia que le causaba el manejo de las tintineantes monedas, fruto del éxito conseguido por Sor Clara, le preguntó cómo había atraído a tantos fieles adictos y ella, con intrigantes susurros, le confesó su ingrediente secreto, esa plantita de nombre casi virginal que crecía en el huerto de los vecinos hippies y que provocaba tantas risas

    DULCE - TOCINILLO / SUAVE - CIELO/ MUY LARGA -METAMORFOSEANDOLAS/ MUY CORTA - SAL / MOJADA -AGUA DE AZAHAR/ SECA - ETEREA / BLANCA -MERENGUE / RUIDOSA - TINTINEANTE / NARANJA - YEMAS/ SILENCIOSA - SUSURROS / TRISTE -LACÓNICOS /ALEGRE - RISAS

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  13. ¿SABEN BAILAR LOS MANIQUIS?

    Tal vez era el frio el que atenazaba sus manos, tal vez la incertidumbre de desconocer el paradero de Juan. Lo cierto es que se sentía incapaz de reformar el cuello de aquel abrigo, que abrazaba el maniquí.
    Su voluntad y su mirada tan sólo atendían al silencio de aquel negro teléfono adosado a la pared. Estaba inquieta por él. En invierno los viajes a Bilbao eran siempre azarosos y Juan con aquel viejo camión se exponía a quien sabe que peligros. Le prometió que llamaría en cuanto llegase.
    Volvió a girar el maniquí, no le encontraba el ángulo adecuado para trabajar y quería terminar el encargo lo más pronto posible.
    En la radio Ama Rosa soportaba los desprecios de Javier, como ayer y probablemente como mañana. No le gustaban aquellos folletines, pero hasta que comenzaban las peticiones del oyente era lo que había en la radio. Con ella se sentía menos sola. La ponía bajita para que no despertara a Luisito que dormía en la habitación de al lado.
    Aquel maniquí, con su forma ambigua, sin brazos, sin cabeza, era un torso que igual servía para una prenda masculina que femenina. Volvió a intentar girar el cuello del abrigo. Doña Gloria le pagaría unas buenas pesetas por el arreglo, tal vez lo suficiente para comprarle unos zapatos nuevos a Luisito, el pobre casi sacaba los dedos por fuera de los viejos.
    Sintió un súbito rubor, le pareció oír el sonido del teléfono, pero no, aquel aparato era insensible a su desazón. Comenzaba a preocuparse, Juan ya debería haber llegado. ¿Por qué no llamaba? La negra sombra del accidente se cruzo por su mente durante un momento, pero no, seguro que no, Juan es un gran conductor, será que por la lluvia el tráfico este más lento.
    Ya lo tenía, aquel cuello quedaría “niquelao” como dice Juan. Ya era solo cuestión de aguja e hilo.
    En aquel momento sonó el alegre timbre del teléfono. Se abalanzó sobre el y sin dar ni tiempo a descolgar ¿Juan eres tú? y apenas oyó la voz de Juan diciendo que ya estaba en la pensión, que mañana llegaría a comer, que besos para Luisito y un fuerte achuchón para ella.
    Tras colgar, en la radio Paul Anka la invitaba a apoyar la cabeza en su hombro y ella lo hizo. Abrazo como pudo aquel maniquí envuelto en un abrigo y bailo y bailo hasta que sus pies se enredaron con el trípode que sustentaba aquel torso andrógino, cayendo al suelo con el abrigo de Doña Gloria sobre su cara. Se lo quito y sin saber por qué se echo a reír, se sentía incapaz de cesar aquella risa que surgía de su vientre y ascendía hasta su garganta, mientras gruesas lágrimas escapaban de sus ojos.

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  14. LENNON SOÑABA DESPIERTO

    Al abrir los ojos, se encontró con una rana que lo miraba fijamente con ojos de caleidoscopio. Levantó la cabeza y bostezó. Se volvió hacia la rana, diciéndole “Por favor, no me despiertes, no, no me sacudas.
    Déjame donde estoy. Solo estoy durmiendo”
    Se sorprendió de su cansancio, sus sentidos habían sido despojados, sus manos no podían agarrar, los dedos de sus pies estaban demasiado entumecidos para pisar. Pero se encontraba listo, listo para ir a cualquier parte, listo para desvanecerse en su propio camino.
    Se enderezó y comenzó a andar sobre el húmedo césped. Las flores de celofán se elevaban sobre su cabeza ocultando el sol con aquella sombrilla de colores. Salió a un claro a la orilla del rio de mermelada, por donde flotaba una cama con un hombre durmiendo en ella.
    Pasó rápido un conejo blanco mirando un reloj, que tras un tropezón escapo de sus manos. Las piezas del reloj eran los huesos del cráneo de un mono, al caer y romperse, salieron decenas de efémeras haciendo su vuelo nupcial sobre la superficie del rio. Al caer, los huevos fecundados se transformaban en insectos metálicos que hacían entrechocar sus cuerpos con un ruido de campanas.
    En la playa la arena se mecía suave con la brisa, el leve sonido de sus granos va creciendo en intensidad hasta convertirse en el ruido de los dientes de un tanque, que arrasa la plantación de maíz, de la que sale huyendo una pareja a medio vestir.
    Un pájaro de pecho anaranjado y cabeza azul pasa llevando en el pico una papeleta electoral. Sobre un cielo de chocolate flota Lucy rodeada de diamantes, los planetas se hinchaban y se deshinchaban, latiendo como el corazón de una morsa.
    Junto a la fuente del puente, un alegre grupo comía pasteles de malvavisco, más allá un lobo aullaba a unos árboles encogidos y acobardados.
    De pronto, de la espesura surgió un grupo de hombres de aspecto tenebroso. Abascal con expresión mefistofélica, se escondia tras un venerable Tamames, de cabello naranja y chaqueta verde. Al lado de ambos la momia de Sánchez Dragó mostraba, a través de una mueca, unos blancos dientes tan falsos como las intenciones de aquel grupo.
    Definitivamente tenía que hablar con su camello, no quería volver a tener un fin de viaje tan chungo como el de hoy.

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  15. CREMA DE COLIFLOR CON BUÑUELOS Y VINAGRETA DE MIEL

    Separé los ramilletes de la coliflor para rehogarlos con un chorrito de aceite. Volví para confirmar en el ordenador que era el momento de añadir el comino y cubrirlos con leche. Busqué un recipiente limpio para triturar y reservar la crema.
    En una sartén con abundante aceite, comencé a agregar pequeñas porciones de masa para freír los buñuelos, pero no subían. Lo intenté combinando distintos tamaños de masa pero, vaya ¡¡ no había manera. Habrá que desengañarse y servir el plato con esta especie de gurruños, a falta de unos bonitos buñuelos.
    Van a venir a cenar Rafa e Irene, que ya me ha dicho que traerá a una amiga del trabajo; se trata de una nueva economista yanqui con acento neoyorquino. Quiere presentármela para que le enseñe Madrid. Menudo marrón. Es que Irene no se resigna a verme soltero y no pierde ocasión de sacarme a la pasarela, aunque en eso Rafa no me ayuda nada.
    La noticia cantó cuando Irene dijo sin decir, que seriamos cuatro a cenar, Rafa con sorna me soltó “Adivina quién viene esta noche” recordando nuestro pasado cinéfilo. Me dio tan mal rollo que tuve que tomarme tres margaritas una tras otra, hasta conseguir recuperarme.
    Pero las desgracias nunca vienen solas, Del horno comenzó a salir un ruido como de arrastrar cadenas y un espeso humo. En ese instante saltaron los plomos y las alarmas. Como para encontrar un electricista un viernes por la tarde. Adiós al pato confitado, menos mal que siempre nos quedará McDonald’s.

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  16. LISTA DE BODA

    Entraron en la ferretería, ella delante con aire resuelto y aspecto decidido, él unos pasos por detrás, dubitativo, mirando a todas partes y sin entender muy bien que hacían allí.
    Ella se acerco a una estantería, donde se exponían todo tipo de relucientes brocas para metal, madera, vidrio, hormigón y todo cuanto material se pusiera a su alcance. Las estudiaba embelesada, repentinamente se volvió. “Javi mira que brocas más útiles” “¿Útiles? ¿Para qué?” Respondió él.
    “Pues verás, seguro que en nuestra casa habrá que colgar cuadros, estanterías y un montón de cosas más, habrá que tener un taladro y brocas para cualquier tipo de situación. Mira estas, especiales para azulejos”.
    “Ah, no. Yo no pienso hacer nada de eso, ya sabes que las manualidades se me dan bastante mal”.
    “Pero que dices, eso no tiene importancia, con el tiempo aprenderás, todo es ponerse a ello, Mira estas sierras circulares que bonitas son, ¡que pena que no sepa para que sirven!”.
    Recorrieron en silencio un estrecho pasillo, donde a un lado se apilaban cientos de pequeñas cajas con tornillos y clavos de todos los tamaños, y enfrente una exposición de destornilladores, martillos y llaves inglesas. Javi lo miraba todo incrédulo, con cara de haberle sentado mal el desayuno, mientras Mari Pili, saltaba cual mariposa de un estante a otro cogiendo y acariciando todas aquellas maravillas, al tiempo que iba escribiendo en una pequeña libreta.
    “Ves Javi, que bien hemos hecho en entrar. Se me han ocurrido muchísimas cosas para incorporar a la lista de bodas, todas cosas muy necesarias en una casa”.
    “ Pero que dices de lista de bodas, si falta mucho para eso”.
    “No te creas, el tiempo pasa volando y estas cosas es mejor tenerlas preparadas. Si no, luego con las prisas, ya sabes, tarde y mal”.
    Llegaron hasta un recodo donde encontraron unas extrañas herramientas, llaves de vaso, de carraca, de tubo y unas finas y acodadas que Mari Pili identificó con una sonrisa. “Mira, estas son llaves Allen, se necesitan para montar los muebles de Ikea”.
    “Yo no pienso montar un sólo mueble, ya te he dicho que no me gustan las manualidades, me estas empezando a dar miedo con esta fijación que tienes con estas herramientas, que a mi me parecen instrumentos de tortura”.
    “Bueno, ya hablaremos de eso otro día, ahora corre que acaba de parar el autobús”.
    Y Mari Pili y Javi salieron corriendo con sus mochilas en la espalda, en dirección al autobús escolar.

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  17. TRANQUILO HERMANO


    La vista de la cancela en el patio trasero de la casa, siempre me evoca la imagen de mi hermano. En ella se citaba con nuestra vecina Rosita, allí hablaban en voz baja, tan sólo se oía un murmullo y risas apagadas. Yo, con apenas ocho o nueve años, admiraba a mi hermano mayor. Era alto, con aspecto desgarbado, la frente siempre alta y despejada. Una mata de cabellos rubios rizados remataba su cabeza. Su boca tenia una permanente risa burlona y de ella, con frecuencia, pendía un cigarrillo.
    Cuando comenzaron los tiros, mi hermano desapareció. Más tarde supimos que en la batalla del Jarama perdió a su compañera y que tras la derrota se había exiliado a Francia como tantos otros.
    Al finalizar la guerra en Europa, comenzamos a recibir sus cartas, espaciadas, dos o tres al año, en ellas nos relataba como se iba desarrollando su vida. Nos escribió alborozado como un luminoso día de agosto, entró en Paris al frente de su columna, junto a sus camaradas de la nueve. Dijo sentir una intensa y triste alegría.
    Después finalizó sus estudios en la Sorbona merced a una beca del gobierno francés, y entró a trabajar como técnico en el Ministerio de Agricultura.
    Las cartas nos las leía mi hermana varias veces, y así especulábamos acerca de su vida, sobre lo que nos contaba y, sobre todo, lo que nos ocultaba. Intentó, en algunas ocasiones, rehacer su vida sentimental, pero según nos confesó le fue imposible, pues todavía permanecía en su recuerdo la imagen de Rosita desangrándose en la trinchera.
    En esos tiempos, tan sólo una vez volvió a España, unicamente para asistir desde lejos al entierro de Madre. Por razones de seguridad su viaje se hizo bajo férreas condiciones de clandestinidad y por ello no pudimos verle ni hablar con él. Ahora se que volvió más veces, pero siempre escondido en misiones encomendadas por el partido.
    Regresó definitivamente tras la ley de Amnistía. Fuí a recogerle al aeropuerto. A pesar del tiempo transcurrido y de mis menguados recuerdos infantiles, le reconocí en el acto. El tiempo, ese déspota cruel que va marcando con cicatrices nuestra vida, había sido muy generoso con él. Seguía imponiendo con su presencia, quizás un poco cargado de hombros, pero salvo por eso y que sus rizos ahora eran grises, seguía igual a como lo recordaba, altivo, burlón y con esa mirada que parecía atisbar el futuro.
    Tan sólo llevaba una gabardina sobre los hombros, una bolsa de piel gastada en la mano derecha y la orden de la legión de honor en un bolsillo del pantalón.
    A pesar de los ruegos de mi hermana y míos, decidió quedarse a vivir en nuestra antigua y deteriorada casa familiar. Las casas de alrededor habían ido desapareciendo y ya tan sólo quedaba la nuestra en lo alto de la loma, como un viejo y estrafalario recuerdo de lo que fue y ya no es. No le importó, se dedicó a arreglar ventanas, pintar paredes, reparar el tejado y todo cuanto desperfecto iba encontrando. Incluso aquí, en la parte trasera de la casa tiene plantado un bonito huerto.
    He venido a hablar con él. Le he explicado que los recursos a la expropiación se han archivado, que le guste o no, sobre estos terrenos, se va a construir una nueva urbanización, que ya no podemos hacer nada, que esto es lo que llaman progreso.
    En definitiva, que si no se viene esta noche conmigo, mañana será sacado por la fuerza por la policía y después comenzarán su labor las excavadoras, que desde esta mañana, se encuentran frente a la casa.
    Desconozco que ideas han pasado por su cabeza, sólo se que se ha sentado, me ha ofrecido una copa de vodka, un cigarrillo y tras encender el suyo ha exhalado una nube de humo hacía el techo y con su sonrisa burlona ha dicho “Tranquilo hermanito, no pasaran”.

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  18. LA PAJARITA

    No era un profesor como los demás. Don Constancio daba clase de Geografía, bueno, en realidad nos tomaba la lección. Tras entrar en clase y pasar lista, nos mandaba leer un determinado tema del programa, mientras él, parsimoniosamente, liaba un cigarrillo de un arrugado paquete de ideales. Lo fumaba mirando distraídamente por la ventana. Mientras pasaba lentamente las hojas del periódico extendido sobre la mesa.
    Cuando consideraba que ya habíamos leído suficiente, nos lanzaba preguntas indiscriminadamente, sobre el tema del día. Ni que decir tiene que los alumnos habíamos aprovechado el tiempo en cualquier cosa menos en estudiar, por lo que aquellas clases siempre las terminaba soltándonos una filipica sobre lo poco que nos importaba nuestro futuro y de que manera más tonta perdíamos las oportunidades que la vida nos daba, para poder recibir una buena educación.
    Decía frases que no sabíamos, a veces, como interpretar. Tenía una que repetía con cierta frecuencia, algo así como: “Con los pies fuertemente asentados sobre la firme roca del conocimiento, podremos adentrarnos en el proceloso piélago de la especulación”. Tardamos meses en saber que era un piélago.
    A diferencia de otros profesores siempre iba vestido con traje y pajarita, la cabeza cubierta por un sombrero que iba cambiando según la estación del año.
    La última vez que lo vi, ya estaba muy mayor, caminaba por la calle encorvado, empujando una silla de ruedas, donde su mujer Doña Clara, profesora de francés, mantenia una mirada vacía, con expresión de no estar ya entre nosotros. Le salude y muy correcto me contestó, aunque creo que no me reconoció, pero al levantar la cabeza pude comprobar que, genio y figura, llevaba una pajarita verde brillante.

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  19. Un paseo en primavera

    Una fría mañana de primavera un hombre paseaba por un sendero bordeado de chopos que atravesaba algún prado y pequeñas fincas cultivadas. Unos dos centenares de metros a su derecha, más allá de las plantaciones, corría un crecido arroyo del que los vecinos traían el agua vivificadora a cada una de sus fincas. Los gorriones no cesaban en su ruidoso y alegre pío-pío, los mirlos entonaban sus primeros cantos en la mañana y sólo desafinaba en ese hermoso concierto matutino el chirriante graznido de algún cuervo. El rocío todavía brillaba en la hierba y en las tiernas hojas de las plantas, y una ligera brisa húmeda empujaba al hombre a caminar deprisa para entrar en calor.

    No se veía a nadie más por el entorno. Era un mozarrón alto, delgado y fuerte que seguramente no llegaba a la treintena, con la piel curtida y bronceada por el sol; se cubría la cabeza con una gorra de visera y vestía un pantalón muy usado y algo sucio, botas hasta encima del tobillo y un chaquetón que llevaba cerrado hasta el cuello. Unos auriculares en sus orejas iban conectados al móvil que llevaba en uno de sus bolsillos. Al llegar a una de las fincas se detuvo y examinó con calma sus diversas hortalizas: cebollas, pimientos, zanahorias, acelgas, tomates. Todo parecía ir bien; se frotó sus manos frías para calentarlas y siguió andando por el camino, que ahora empezaba a hacerse todavía más estrecho. Los árboles estaban algo más espaciados y las retamas, ya florecidas, llenaban de un intenso color amarillo las orillas del sendero, invadiéndolo en algún tramo hasta el punto de que hacían difícil el paso.

    Subió ligeramente el volumen de sus auriculares para poder concentrarse en escuchar lo que comenzaba a sonar en su lista de reproducción preferida: una de las introducciones al tristemente desaparecido Miserere de Vivaldi, Il prete rosso, con el título "Filiae Maestae Jerusalem" (Las afligidas hijas de Jerusalén), en la que los dos violines, la viola y el bajo acompañaban a la contralto, que en este caso era sustituida por un famoso contratenor. Los primeros compases y el primer verso,

    Sileant Zephiri (Que calle el viento)

    le entraron directamente en el corazón.

    El cielo se oscureció y comenzó a lloviznar, pero iba tan abstraído por la sublime belleza de la composición que ni notó que se mojaba. Siguió andando mecánicamente hasta que terminó la obra, y entonces se detuvo. Haciendo una inspiración profunda encendió un cigarrillo, miró en redondo lentamente el hermoso paisaje, y se dio la vuelta para volver a casa.

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  20. Un Gran Poder ….
    Piedra gris, luz tenue, filtrada y de colores diversos adornando apuntadas cristaleras de temáticas etéreas. Techos altos, infinitos, espacios inmensos repletos de columnatas ,arcos y bóvedas cuidadosamente estudiados para que todo el conjunto refleje la armonía y la magnitud de no dejar indiferente al que entre en ella .
    Acoge, protege intimida, invita al pensamiento y a la evasión, al viaje de lo inmaterial, de lo finito, del aquí y el ahora y del nunca jamás.
    Ni el sol, ni el viento ,ni la lluvia ni el rayo, ni los siglos han podido con su estructura, forjada con ese fin, dejando la huella casi indestructible, de tantas manos artesanas y maestrías que causan admiración.
    Cuando se observan desde el exterior, visibles por sus inalcanzables torres, pináculos, ,cúpulas, imponen su presencia y poderío. La imaginería, forjas, sillerías, pinturas, vidrieras, baldaquinos, púlpitos, tapices, esculturas, órganos y múltiples adornos las arropan para seguir impactando al humano, necesitado y carente de respuestas que busca desde su incomprensible existencia, y así,asombrándolo, lo intentan dominar, anular y hacerlo sentir mínimo ,insignificante y que no lo olvide nunca ,porque su poder siempre estará ahí .
    Blancas, pequeñas , sencillas ,escondidas, formando parte de un paisaje más natural y cercano, parecen más amigables ,más cálidas, no imponen su presencia ,no destacan, no presumen de nada casi desnudas del boato, pequeñas muestras de arte popular, extendidas por rincones insólitos y sirviendo al mismo fin .
    Completan su modesta presencia, con ritos, leyendas y exorcismos que aliviarán los pesares del alma y ahuyentarán los miedos y males del cuerpo, en cualquier lugar del mundo; en oriente y occidente ,desde siempre y para siempre ,generación tras generación.
    Nos hablan en silencio, escuchamos el eco de sus voces en nuestro interior, necesitados de sus milagros y misterios, que nos intentan explicar un efímero ciclo vital, dominando pueblos y naciones con la promesa de un Más Allá, un Nirvana, un Paraíso, una Eternidad.
    Estructuras poderosas, sencillas, majestuosas, guardianas de nuestra fragilidad.


    Pilar 27/03/23.

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  21. La Cortina
    Una dulce brisa de verano se filtraba por la ventana de su cocina ,de una manera tan suave que apenas movía la vieja cortina ya descolorida y ajada por los ardientes rayos del sol que con el paso de los años habían hecho mella en su tejido tan blanco y nítido
    Este año continuadamente y sin saber porqué ,descuelga la cortina y le hace una colada con una mezcla de productos para intentar dejarla blanca y reluciente como antes ;después la tiende mojada al clareo ,mientras tararea una vieja canción y una vez seca la coloca toda orgullosa en su ventana.
    Ya está todo limpio y recogido, y es entonces cuando se sienta a comer su naranja de postre ,siempre la misma rutina ,un día tras otro, nada cambia, todo es monótono.
    -Que triste está ahora esta casa ,antes tan llena de vida ,con las niñas correteando y alborotándolo todo, con esa convivencia tan ruidosa y alegre de la vida infantil .
    Ahora estaba allí ,sola resignada, silenciosa, observando su vieja cortina y dejándose acariciar como ella ,por la suave brisa de otro verano ,añorando los días felices, esperando su regreso.

    Pilar 20/03/23

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  22. La Puerta Cancela
    ¡Hola ¡;soy una puerta rural, la típica cancela ,que cierra y da paso a la huerta de delante de la casa ,seguramente habréis escuchado eso de: ” Ay si las puertas hablasen” pues yo soy de esas; de las que hablan .
    A simple vista parezco una puerta callada ,apenas unos crujidos y chirridos debido a que las bisagras que tengo me juegan malas pasadas, a decir verdad ,más que bisagras son unos apaños que pusieron mis dueños para sujetarme y que no me venciese el viento.
    Tengo que deciros que mi vida transcurre muy feliz rodeada de naturaleza ,siempre estoy acompañada y cambio de compañía según la estación del año ,no es nada monótona ni aburrida ,nada que ver con mis parientes las puertas de la ciudad ,llenas de polución, humos y demás contaminantes ,mi vida es muy sana al aire libre y como yo ya tengo una recua de años y sin tener que haber hecho ninguna reparación me considero una afortunada .Como os comentaba los días pasan con mucha tranquilidad ,pero no estoy sin tarea ,tengo que abrirme y cerrarme muchas veces al día ,por las mañanas se van los habitantes de la casa al trabajo unos y al colegio otros, entrando y saliendo muchas veces , y si van con prisas tengo que confesaros que me tratan a la baqueta , me dan portazos o me abren de una patada sin remordimiento alguno: tras! Tras! , también me dan algún balonazo que me deja tambaleando y yo protesto a mi manera ñiiic, ñiiic ,pero no me hacen mucho caso ,como mucho me acomodan un poco ,pero siguen a lo suyo ,son poco sensibles con mis sentimientos cancelarios .
    Por las noches ocurren cosas muy interesantes ,se acercan los ratones y los gatos de los vecinos se me suben encima para tener un buen campo de visión para la caza y si además pasa algún perro callejero, se forma una trifulca que ni la mejor película de acción ; algunas noches también fui testigo de amoríos ,cuando mis amos aun eran novios y al despedirse se daban un beso de enamorados como en el cine .
    Siempre he sido muy útil y discreta ,sirvo apara que dejen la bolsa del pan las chaquetas ,sombreros ,paraguas ,alguna herramienta y también de apoyo mientras se conversa ;a veces me dejan cargas muy pesadas y me desvencijo ; eso y la lluvia con viento fuerte es lo que mas me perjudica ,pero enseguida sale el sol y ya seca mis maderas carcomidas .Hasta ahora podía disimular mis males ,pero desde que entraron las malditas okupas ,estoy perdida , y ya escuché a mi joven amo algo de que si estoy hecha un asco y que nada como el PVC que no necesita mantenimiento y no le ataca la carcoma .En fin, que mucho me temo que por culpa de las malditas okupas ya me quedará poco para hacerme astillas y unas buenas brasas para churrasco.
    Pero no me quejo porque mi ciclo de puerta rural fue largo y hermoso rodeada de flores que brotaban distintas en cada estación perfumando el aire a mi alrededor y de hiedra fresca que me abrazaba enredándose en mis hoquedades y de pájaros que trinaban y se arrullaban sobre mis tablas de madera y de múltiples aventuras nocturnas y diurnas, asi que me puedo ir a la otra vida tan contenta y formar parte de nuevo abono para iniciar otro nuevo y maravilloso ciclo de vida rural ,de otra nueva puerta cancela .
    Pilar 13/03/23

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  23. TRANSICIÓN
    Aquí estou, nun lugar de transición, malia levar xa unha chea de anos.
    O sitio gústame. Son afortunado. Teño quen mire por min e saio da casa sempre que o desexo.
    No lugar coñéceme case todo o mundo, inda que a miña relación é só estreita e afectuosa con dona CLARA, coa que vivo. Ela mantén sempre sedoso o meu pelo branco.
    Dona Clara sufriu moito na súa xuventude. Aconteceulle un feito horrible, e desde aquela nunca máis foi a mesma. No pleno espertar ao goce do amor pasou de ser un alegre cascabel, e unha lixeira bolboreta a convertirse nunha vella triste, desilusionada e coas ás coutadas. Lamenta que a historia do seu país non fose outra.
    Houbo un tempo terrible nesta e noutras cidades, no que ao seu primeiro e único amor o levaron a un calabozo no cuartel na zona do ensanche xunto co dono dunha ferraxaría que por solidariedade o tiña agochado nun mínimo espazo detrás da parede onde penduraban as múltiples pechaduras dispostas para a venta.
    Manolo, o seu mozo, traballaba nunha editorial, a editorial Casal. Unha tarde a plena luz do día un mando da benemérita cunha cuadrilla de voluntarios mozalbetes, fachendosos da súa brutalidade, vestidos de civil entraron e entre risadas e moito barullo arramplaron cos libros todos. Moitos quedaron desparramados polo chan e a maioría cargáronos na camioneta na que viñeran.
    _ Non te MOLESTES EN CHAMAR AO TEU DONO; DORME A PERNA SOLTA NUNHA CUNETA. E ao mellor, ti, pronto lle vas facer compaña. JAJAJAAA!!!- riu obsceno e fachendoso un deles.
    Ela visitouno sete días seguidos e leváballe algo de comida e roupa limpa. O séptimo día da visita o mozo estaba moi nervioso e anguriado; a noite anterior levaran ao dono da ferraxaría non se sabía para onde. Temía que o destino fose peor có cárcere.
    Esa noite Clara non foi quen de conciliar o sono. Eran moi malos tempos, tempos de odio gratuíto, de xenreira por pensar diferente, por crer na liberdade, na mellora das condicións da vida; por ser sindicalista, por asistir despois do traballo ao Centro de Estudos Sociais , por aprender a pensar. Pensar, reflexionar, documentarse eran actividades altamente perigosas para a patria e polo tanto había que acabar cos que as promovesen. Iso dicían. El só traballaba nunha editorial, pero calquera lles valía para a barbarie e para difundir o medo.
    Inda era noite pecha cando se ergueu; ao saír á rúa as únicas luces eran as de Xúpiter e Venus. No abrente do día xa estaba diante da porta do cuartel tremendo de frío e de espanto premonitorio.
    _ El xa non está aquí, trasladárano de lugar- foi todo o que lle dixeron.
    Clara máis eu vivimos nun dos pisos do Aquarius, este fermoso predio na transición entre a cidade e o rural. Clara convenceu aos sobriños que ela criou para que non vendese ningún deles a parte da finca que mercaran co diñeiro feito polos seus pais na emigración na Arxentina. Fíxoos xurar polo máis sagrado que non venderían mentres ela vivise, por moitas presións que recibisen da empresa que alí andaba a construír.
    E abofé que resisten a pesar de non ser coñecedores do seu secreto.
    Detrás do pequeno regato que corre na parte traseira da finca, na gabia , aparecera o corpo de Manolo con sete furados de sete balazos , a cabeza atrozmente machacada e as mans atadas á espalda.
    Así chegou ata min desde a testemuña do apresamento na ferraxaría cuxo miañar esa vez non conseguiu deter a barbarie , a barbarie deses tempos de ferro nos que a tantos inocentes lles foi segada a vida, quedando todo ermo por decenas de anos como se tivese pasado o cabalo de Atila, e medrando tan só o medo.
    Xunto co legado desta memoria foinos trasmitida a fidelidade, malia non ser ésta considerada unha virtude que nos caracterice. Pero sempre un da nosa familia acompañou a dona Clara.
    Ben sabían no antigo Exipto do valor da nosa protección felina.
    A Coruña, 13/3/2023
    UXÍAV

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  25. ALÉN


    Camiño na area que me acariña os dedos e os pés. O vento zoa.
    Os cabalos brancos da mar brava son canto de serea que me chaman para liberar o meu espírito de pesadelos e tristuras. A lúa, esa luz lonxana, é ronsel que guía o meu destino.
    Non é loucura o que me invade, é pensamento, dorido si, mais sosegado.
    Non é loucura.
    É negación dun futuro xa perdido.
    Négome, a perderme a min mesma, a non saber quen son, a non me recoñecer no espello, a falar con esa imaxe reflectida, con esa persoa familiar, pero estraña, que non reacciona ao meu sorriso e non responde ao meu, bo día!
    Négome, a non te coñecer cando me miras, a non identificar esa voz, ese rostro que se achega e di, mamá.
    A perder o riso, a alegría, a palabra. A non saber que significa compañeiro, fillo, amiga, casa.
    A regresar á infancia, a que me deas de comer e me laves. Sei da túa compaixón e sufrimento.
    Négome, a camiñar dunha man xa para min allea e estraña, a mirar os meus coa mirada baleira e perdida.
    A esquecer as lembranzas, os sentimentos, as vivencias... a desaprender o aprendido.
    A escoitar, quen son?, cando intúes que non podo recordarte.
    A que fales como se non escoitase, como se xa non estivese. A permanecer nunha cadeira, queda, ausente, agardando a entrada paseniña no máis alá.
    Négome.
    E agora, que son consciente, non libre pero podo decidir, agora que teño o entendemento e o meu ser.
    Agora, Morte, agora, mírote de fronte.
    E somérxome nas ondas que me abrazan, a lúa é faro e guía, navego cara o alén, o infinito.


    LOLI VILAMEÁ

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  26. OJITO, OJITO!!! ESTE RELATO Y LOS TRES SIGUIENTES, AUNQUE PUBLICADOS POR MI SON DE AUTORÍA DE LOLI. YA ME GUSTARÍA A MI PODER FIRMARLOS.
    OVIDIO.

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    1. Moitas grazas Ovidio, ti fas uns relatos preciosos, que desatan a imaxinación.

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  28. PASA LA VIDA

    Ai! que soliño, vaia gusto de día. Que ben se ve todo desde aquí arriba, como se fose un balcón. Aí está Carme ollando as coliflores, a verdade están fermosas, pero pásase de moderna, que se horto urbano na terraza, que se rego por ordenador..., iso si, esta Carme é unha marabilla, dá gusto mirar o seu plantío, ten sempre todo tan coidado e limpo.
    Uí! Había tempo que de día non me subía esta corrente polo corpo, sóbeme sempre ao anoitecer que me acendo e ardo dourada e brillante. Vaia! Xa se me pasaron as calores, nin que tivera a menopausa. Hai que desenganarse porque unha xa ten un tempo, e... “Pasa, la vida, pasa la vida”, como naquela película de Bajarse al moro.
    Esta rúa na que habito no día é buliciosa e alegre, de noite silandeira e solitaria, cos seus escaparates luminosos e os anuncios de neón quere imitarse a unha rúa neoiorquina.
    Falando da noite, a antepasada o veciño do portal 6, ao ir tirar o lixo, atopou unha familia de xabaríns a revolver nos contedores, vaia marrón, quixo espantalos, pero estes non se asustaron, asustouse el, que corría para a casa coma un demo; aínda que eses bichiños son ben lindos e non fan mal a ninguén, se un non se mete con eles.
    Hoxe o loro da casa fronte a min cantou, toda a mañá, o Ave María, e non o fai tan mal, nótase que a dona e pianista e canta no coro da igrexa.
    “Margarita se llama mi amor...”, por alá vén Manolo, como vén hoxe!, e tan cedo! Anda que... cando chegues á casa vaiche dar a túa flor... auga bendita! Pero! Que fai ese? Frea rapaz! Que vas topar co meu farol! Pum!!! Ah...sinto unha descarga, como se o meu corpo de fíos e cristal fose estoupar. Electricistaaa!!!

    LOLI VILLAMEÁ

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  29. TACTO

    Non hai nada máis doce que a túa man no meu corpo nu. O meu corpo, liberado de complexos e de culpas bebe da calor que desprende a túa caricia. Antes de te coñecer era un deserto de silencio, agora préndome na música da túa mirada e danzo harmoniosamente ao teu aloumiño.
    Tacto de nube nas pálpebras, entre os dedos, é lume que se acende e arde en muxicas, o alento, apresurado, aviva a brasa. O sangue sorprendido acelérase nas veas, repenica espertando o desexo que amañece florecido en bolboretas.
    O corpo, romaría buliciosa e rebuldeira, carrusel de colores e foguetes que saltan ao ar vestido de festa.
    Logo a calma, silenciosa, sosegada e serena.
    O adeus é entrada ao espazo desnortado, ao tempo sen sentido, ao desencontro. É bágoa que nace nas pupilas, percorre a face, molla os beizos e morre no pescozo. É saraiba que golpea a pel, con ondas que penetran no meu corpo que se encolle e se acubilla como caracol na súa cuncha.

    1. Nu > curta
    2. Caricia > doce
    3. Deserto > seca
    4. Harmoniosamente > longa
    5. Nube > suave
    6. Muxicas > laranxa
    7. Repenica > ruidosa
    8. Romaría > alegre
    9. Calma > silenciosa
    10. Adeus > triste
    11. Bágoa > mollada
    12. Saraiba > branca


    LOLI VILAMEÁ

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  30. TEMPO DE DOR

    Son tempos de dor e horror, son tempos de fame, sufrimento e miseria. Son tempos de guerra.

    O meu dono e tamén dono da ferretaría con máis sona da cidade, vendemos de todo. Por ela pasa desde quen necesita unhas puntas ata quen precisa unha cociña.
    Cando na miña tenda entra un poderoso cun traxe elegante, garavata, reloxo e anel relucentes, de ouro, eu miaño forte, dúas veces: miau, miau, espreguízome e afástome. O meu dono recíbeos alegre, convídaos a café e ri cos seus chistes ata que marchan pavoneando a súa miseria moral.
    Case cada día veñen os de camisa azul e botas negras, entran cos seus aires rudos e ásperos, con paso firme, mirando a todos lados cos ollos abertos e inquisitivos. O meu dono saúdaos e tamén os convida a café, non ri cos seus chistes, porque eles non contan chistes. Eu miaño forte, tres veces: miau, miau, miau. Dun chimpo séntome no tallo que hai diante da estantería onde están expostas as pechaduras. Se no seu remexer pola tenda se achegan a min, espántoos, encurvo o lombo, alzo o rabo, solto un bufido e míroos fixamente ata que dan a volta.
    Se quen entra é unha unha persoa humilde o meu dono recíbeos cun sorriso doce, agarimoso, e anota nun pequeno caderno o nome e a súa compra: unha présa de puntas, unhas alcaiatas, un martelo..., xa o pagarán cando cobren. Eu miaño docemente, ronroneo e refrégome entre as súas pernas.
    Igual que cando vén Lola, sorrinte e fermosa, melena curta, saia tubo e zapatos de taco. Lola non compra nada, dálle ao meu dono algún papel, unha carta..., ou fala amodiño, como para que non se escoite.

    Ninguén sospeita, ou si?, que nunha das estanterías da ferretaría con máis sona da cidade, concretamente, na que están expostos todos os modelos de pechaduras, desde as máis grandes de ferro ata as máis pequenas de latón ou bronce, hai unha que non é de exposición, hai unha que abre e pecha a porta disimulada, hai unha que conduce ao cuarto de atrás, ao cuarto onde se agochan os loitadores, os perseguidos, onde se organiza a resistencia, onde se agocha a esperanza.
    E tampouco sospeitan que o meu miañar é a campá, o meu miaño tenro e meloso avisa aos escondidos de que na tenda entra a amizade; o meu miaño forte e repetido, o meu bufido, ponos en garda, quen entra é a represión.

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  31. LOS PILARES DE LA CIVILIZACION
    La selva tropical es un escenario poco adecuado a mi condición de licántropo. Pero el caso es que, aun habiendo sido borradas de mi nebulosa memoria lobuna las circunstancias que me condujeron a esta ingrata condición y a este extraño lugar, he de proveer a mi alimentación cada una de las siete noches de plenilunio. En realidad, he de confesar que mis actividades cinegéticas resultan satisfactorias a mi espíritu de resentido porque en cada uno de mis festines nocturnos creo ir devorando, uno a uno, los atributos o supuestas virtudes de la detestable “civilización” de los hombres.
    La primera noche devoré a unos jovenzuelos barbudos armados de kalashnikovs, que vivaqueaban en un claro cercano al rio. Guerrilla. Idiotas que creían poder cambiar la condición humana a tiros. Aquella noche me zampé al Marx de mi juventud, brillantísimo pensador pero pésimo profeta.
    La siguiente noche sorprendí el carnal idilio de un Adán y una Eva indígenas. En su frenesí erótico, el juraba que daría la vida por su amor, pero cuando percibió mi presencia puso pies en polvorosa, abandonando a la pobre muchacha a mi hambre secular. Aquella noche me cené a Jean Jacques Rousseau y su creencia en la prístina generosidad y bondad del buen salvaje.
    La tercera, a la orilla del rio, antes de que ni siquiera pudieran saludarme con su fraternal “Hermano Lobo”, devoré a una comuna de esqueléticos hippies, que parecían prestar más atención al consumo de cannabis que a su propia alimentación. Un magro refrigerio. Así que San Francisco de Asís, con su beatifica visión del mundo rayana en la estupidez, me produjo ardor de estómago.
    La cuarta cena consistió en dos robustos mercaderes que “hacían negocios” en los aledaños de una aldea con una caterva de indios. Ofrecían a aquellos infelices collares de cuentas de plástico, pulseras de hojalata y pequeños espejos a cambio de saquitos de pepitas de oro y diamantes. Su carne era magra y sabrosa, aunque con un leve regustillo a cerdo. “El bienestar colectivo surge de la iniciativa de individuos guiados por motivos egoístas”. Adam Smith y sus teorías liberales. Fue una buena cena.
    La quinta, engullí a una pareja de espurios “ecologistas” que so pretexto de convencer y reubicar a los indios desalojados, cobraban sustanciosos salarios del gobierno. Evidentemente se trataba de pura coincidencia que los encontrara vivaqueando a la orilla del rio, ya que seguramente su hábitat natural sería un lujoso loft en la capital. Recuerdo que cuando los sorprendí filosofaban citando a Platón, Ortega y Erasmo. Digamos que esa noche devoré toda la inútil filosofía que a lo largo de los siglos mantuvo al hombre en una vana ilusión de trascendencia.
    La sexta noche sorprendí al gobernador y al juez del distrito, conspirando en las lindes de la selva que rodeaba al villorrio-capital, para revestir de legalidad una abusiva concesión a las madereras de una amplia franja de la ya esquilmada selva. Sus bien cebadas carnes me resultaron doblemente sabrosas, pensando en el salpimentado añadido a su deglución que suponía el hecho de saber que había aplazado, aunque temporalmente, (siempre aparecen más prohombres como estos) la triste suerte de una tribu de despelotados, Eructé muy a gusto digiriendo a Montesquieu y su “separación de poderes”.

    Continúa…

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  32. …Continuación

    La séptima y última noche pasé hambre. Envalentonado por el buen resultado de la noche anterior en lugares poblados, mis desarrollados sentidos del oído y del olfato, percibieron a través de la fronda los murmullos y aromas de una aldea. Acechando desde el lindero, examiné a aquella concurrencia congregada alrededor de una hoguera: indios desnudos. La asamblea parecía presidida por un hombre blanco, tal vez un misionero, pero tan desnudo y asilvestrado como estos, que comenzaba un relato dirigiéndose a los indios en su lengua, aunque con un inconfundible acento italiano. Mis enhiestas orejas de lobo temblaron cautivadas por la encantadora historia que desgranaba con fluidez a su atenta y manifiestamente emocionada audiencia: se trataba de la historia de dos hermosos jóvenes de Verona que morían por amor con una candidez y honestidad que solo puede darse en la errática pero hermosa adolescencia. Incluso mis fauces babeantes, olvidándose de su apetito ancestral, se cerraron desecadas por la belleza del relato. Pero eso no fue todo. Luego de un breve conciliábulo con uno de los indios, aquel hombre se decidió a cantar, con bien timbrada voz de contratenor y en un impecable latín, acompañado a la flauta por el voluntarioso nativo, un oratorio tan conmovedor acerca de la trascendencia del alma tras la muerte, que en aquel momento tuve la certeza de que mi cena de aquella noche no estaba en aquel lugar. Porque la música de aquel cura pelirrojo, que recordaba, ahora sí, por fin, de mi infancia en La Fenice, pulsó las cuerdas más sensibles de mi corazón veneciano. Con el estómago vacío, pero con este otro órgano, que yo creía ayuno de emociones, rebosante de ellas, me interné, jubiloso, en la selva. Sí, jubiloso. Porque yo que en noches anteriores había engullido implacablemente todos los fundamentos de mi impostada cultura occidental, sabía que jamás podría deshacerme, devorándolas, ni de la literatura ni de la música.

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    Respuestas
    1. Seguro que era a voz dun misioneiro de Comboni o causante do teu xúbilo.

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    2. Non pensara en elo. Pero todo pode acontecer no mundo dos lobishomes...

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  33. Gracias a todos los compañeros que habéis publicado vuestros relatos
    A sido un placer leeros, mucha variedad: humor, emoción, sentimiento, sabiduría, erudición, drama... Aquí hay madera de sabi@s, poet@s y hasta filósof@s

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  34. Paisaje. Camino de los huertos.
    Mi hermana solía decirme que la convalecencia había agriado, si es que eso era posible, mi habitual mal carácter. Me había convencido para vivir con ella mientras superaba la enfermedad que casi me lleva a la tumba. Si evité ese final no fue gracias a mi fortaleza interior sino a los avances de la medicina. Tenía por delante una larga baja laboral y en un momento de debilidad acepté su invitación. No me quejo de la convivencia, ella es una persona ordenada y metódica como yo. Al ser funcionaria tiene unos horarios regulares. Nuestras vidas están perfectamente estructuradas. Los dos somos solteros por elección y no muy sociables, esta situación nos depara una existencia sin complicaciones, y lo más importante, sin intrusos.
    Como el doctor había recomendado que hiciera ejercicio y vivíamos en un bloque de pisos del extrarradio, me aventuré en un paseo matutino por los alrededores. Caminaba una media hora con la ayuda de un bastón y luego tomaba asiento, para recuperar fuerzas, en el único banco que encontré por la zona, situado frente a unas puertas de listones de madera, totalmente inapropiadas a mi parecer. En un primer momento no fui consciente de estar junto a un sendero demasiado concurrido para mi gusto. El lugar era el paso habitual de todo tipo de personas, incluso grupos de bulliciosos niños a los que sus tutores trataban de moderar, y por si esto fuera poco, el peor inconveniente: los que transitaban por allí me saludaban, viéndome obligado a contestarles por educación. Una vez concluido el intercambio de cortesía se dirigían a la primera puerta, la abrían y la cerraban cuidadosamente, cruzaban un paso, donde invariablemente aparecía un perro ladrando de manera desmedida hasta recibir atención, luego repetían la operación con la segunda puerta. Para evitar estos encuentros pensé en cambiar mi itinerario, pero finalmente desistí, porque mientras permanecía sentado en el banco comencé a disfrutar de los días soleados e incluso de los grises. Nunca había reparado en la amplia gama de colores que nos brinda naturaleza, lo cual me pareció un hecho muy curioso. Además el aire que respiraba parecía fortalecerme.
    Día tras día me fui acostumbrando a esa ceremonia, pues a pesar de ser una persona reservada, siempre he actuado correctamente con mis congéneres. Así, poco a poco pasé a mantener breves conversaciones. Descubrí que tras las puertas se encontraban unos huertos urbanos donde particulares y colectivos iban a cuidar de sus parcelas. Los improvisados tertulianos ya no dudaban en detallarme el día a día del crecimiento de sus vegetales: «cultivamos de todo un poco, hasta flores. Esto es una maravilla», asegura una tal Carme, «vienes aquí, te mueves, te olvidas de todo durante unas horas y tienes tus pimientos y tus tomates». Su compañera Inés asiente. Algunos hasta me hacen confidencias: «Esto cura, es terapéutico. A mí me ha ayudado con la depresión». Un tal Manuel asegura que en cuanto desayuna se viene para acá y dice: «ya no paso el día en el bar». De todos ellos, el que más labia tiene, con diferencia, es Mamadú; llega con una gran sonrisa, siempre contento aunque te cuente que una plaga ha arruinado sus lechugas. Hoy ha vuelto a insistir: «Pero no te quedes ahí hombre, dentro tenemos algunas sillas, para cuando nos tomamos un descanso y echamos unas parrafadas entre compañeros. Pasa, pasa y te lo enseño todo». Y bueno, me he levantado con mi bastón, Mamadú me ha cogido del brazo y juntos hemos cruzado las puertas camino de los huertos.

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  35. Arte para invidentes enamorados
    Están leyendo los dos en el sofá como tantas otras veces. Las yemas de los dedos de ella, que recorren delicadamente el texto en braille, se detienen. Se inquieta, le pregunta: —¿Qué haces, no te escucho pasar las páginas? Él levanta la vista del libro y observa su querido rostro. —Estoy disfrutando con un cuadro de Turner, se llama el último viaje del Temerario, ¡es magnífico! Este pintor me tiene embelesado. —¿Qué representa, cómo es? Él coge su mano con ternura y la va guiando por la lámina impresa. —Imagina un atardecer –le dice– como cuando estamos en la playa tú y yo. El sol, a nuestra derecha, es una pequeña mandarina caliente. Está muy bajo en el horizonte, provoca ácidos reflejos que impregnan las aguas y las nubes. Si estuviéramos allí, olerías el aire salado, nuestros cabellos estarían húmedos. Los retazos de cielo son de un azul lechoso, frío como el metal. Desde la izquierda, el gran buque, el Temerario, avanza hacia nosotros como un viejo fantasma. Parece estar desolado. La brisa nos trae el hálito de su madera corroída por el tiempo y el olvido. Navega mansamente, hacia su desguace, remolcado por un fragoroso barco de vapor que escupe, por una altiva chimenea, fuego ardiente, humo negro como un café amargo. Mi amor, la tarde aún es clara, sus siluetas reverberan en las aguas como nosotros cuando tú estás entre mis brazos. —Sí, es una obra espléndida, suspira ella mientras sus cuerpos enamoradísimos se entrelazan entre caricias y besos.
    The Fighting Temeraire tugged to her Last Berth to be broken up (1838), propiedad del National Gallery. Joseph Mallord William Turner fue un pintor, acuarelista y grabador. Londres 1775 - 1851
    -Dulce- ternura. -Suave- delicado. -Mojada- impregnar. -Seca- viejo. -Triste-desolado. -Alegre- disfrutar. -Blanco- lechoso. -Naranja- ácido, mandarina.-Silenciosa- embelesar. -Ruidosa- fragoroso. –Larga- enamoradísimos. -Corta- es.

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  36. LA SOPRANO

    Clara había sacrificado gran parte de su vida a la música. Desde muy niña, había dedicado horas a practicar el canto. Primero fue en el coro del colegio, donde alcanzó en pocos meses el papel de solista. Luego vino el conservatorio, las clases con Doña Elena Suárez y en fin, días, meses y años educando una voz que todos consideraban prometedora.
    Sus comienzos profesionales fueron duros, como los de todos sus compañeros, pero ahora se encontraba en una posición ascendente. Había interpretado papeles secundarios en algunas operas y sobre todo iba conociendo a gente de la profesión que podrían acordarse de ella para algún proyecto futuro.
    Por supuesto, que todavía quedaba mucho que remar, pero estaba dispuesta a todo, con tal de alcanzar su gran sueño; interpretar una protagonista en una opera importante, Norma o Andrea Chenier sería perfectas.
    La primera señal apareció durante un ensayo, cuanto más se acercaba al barítono, más se alejaba este. En un momento determinado debían simular un abrazo y se compañero, torció el gesto ostensiblemente hacia un lado. A partir de ese día, observo como el resto de la compañía rehuía su presencia y, cuando esta era inevitable, se situaban de perfil y nunca frente a ella.
    Al principio no supo a que atribuir aquella insólita situación, intento hablar con el resto del grupo, para conocer la causa de aquel desapego, pero todo eran disculpas y vagas consideraciones. En definitiva, nadie le hablaba claro.
    Un día, estando de visita en casa de su hermano, su sobrino de siete años se negó a darle un beso. Afeado su comportamiento por la madre, el niño se disculpo llorando. Dijo que la tía olía a pescado. Su hermano confeso que, desde hacia un tiempo habían notado aquel extraño olor en ella, que cada vez se hacia más fuerte e insoportable.
    Aquello desato una tormenta en el pecho de Clara. Sintió que los vientos callaban, los prados se congelaban y las flores morían insatisfechas.
    Acudió a innumerables médicos que le aplicaron diferentes tratamientos, cuyo rasgo en común era la ausencia de pescado de la dieta, pero ninguno de ellos se atrevió a dar un diagnóstico certero, ni a pronosticar que evolución podía esperar.
    Fueron tiempos inseguros en los que pensaba no estar lo suficientemente triste como para que la fuerza del dolor le rompiera el corazón.
    Finalmente recaló en un sofisticado Hospital de Filadelfia, donde el Dr. Wise, le puso un complicado nombre a su rara enfermedad: Trimetilaminuria, le impuso un tratamiento dietético con una larga lista de alimentos prohibidos.
    Siguiendo rigurosamente aquella severa dieta, el mal olor a pescado podrido fue desapareciendo, siendo sustituido tan sólo por un feo sabor de boca.
    Ahora sentada en su casa, escuchando el silencio, pensaba en que, aunque de vez en cuando, algún compañero en el trabajo, torcía el gesto, o se distanciaba de ella algo más de lo normal, ya no le importaba, aunque algo en su interior se rebelaba. Para entonces era una gran soprano reconocida internacionalmente y no tenían más remedio que aguantar.

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  37. O Divino e o azul
    Sempre che gustara o azul; xa desde pequena. O único vestido que lembras da infancia era desta cor, a cor azul celeste.
    Unha das imaxes máis vivas coas que te visualizas é recibindo, simulando que non te decatabas, a atención dos adultos precisamente porque esa prenda un domingo de Ramos te fixera florecer. Sorprendida e satisfeita a incipiente autoestima emerxeu, e sementou unha pequeniña parcela de seguridade.
    O azul continúa a ser nas variadas tonalidades a túa cor preferida. A quen non lle gosta o azul ultramar? O azul desa mesma tonalidade profunda do ceo que se asimila á divindade, á perfección?
    A miúdo recostada no sofá na quietude da casa, acompañas ás tenues nubes viaxeiras que subidas nun lene e imperceptible vento, avantan lixeiras cara o norte nun festivo xogo competitivo.
    Pero a visión celeste que te conmove é esa dunha tarde no corazón da primavera cando entre o azul vívido, intenso, xerador de optimismo, toman praza, estacionándose, abundantes grupos de cúmulos preñados de brancura algodonosa e dexergan con deleite os verdes prados, as vellas colinas ondeantes que abrazando a estensa chaira central desde tempos inmemoriais soportan agora perturbadoras cruces chantadas; as empequenecidas árbores, as fitas de prata serpenteantes que amamantan a terra e a eles mesmos.
    E á túa vez nese xogo recíproco que te regozixa entre as súas figuras xigantescas de cisnes, crocodilos e as crías que os acompañan, atráete nese fantástico espectáculo aberto a todos, mais somente a ti dirixido, unha illa luminosa. E o seu recordo de luz, coa respiración inmóvil, fixo presenza en ti.
    Será un paso franqueable para o máis alá? – preguntácheste xa absorta e tocada polo divino. Si, a través dos raios, nun aloumiño levitador e desouvindo o tintineo do corazón, sentácheste a carón dela, e coma sempre, nos últimos tempos, no máis cálido silencio do seu contacto inundoute un intre de felicidade. E puideches mergullarte no seu cerne coma na primeira vez.

    Como non recoñecela?- confesáchesme un día- nesa única figura humana de cúbito supino perfectamente definida e diferenciada dos outros adobíos de algodón que esa tarde engalanaban o imponente azul embriagador.
    Uxiav

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  38. LA HABITACIÓN NARANJA

    La vi por vez primera al atardecer, un día impar del mes de junio de un año
    bisiesto, ante un escaparate decorado con amapolas. La incidencia de los
    últimos rayos de sol en el cristal arrancaba a las flores tanta luz que parecían
    arder, al igual que su pelo del color del fuego que resplandecía aún más en
    contraste con su piel tan blanca como el albedo de la naranja, sus ojos color
    caramelo transmitían una mirada limpia y serena que me encandiló.
    Al acercarme sentí su aroma a canela y albaricoque, haciendo que mis
    sentidos aletargaran mi pensamiento, este fue el desencadenante de tan
    placenteras vivencias
    Aquella criatura cándida y luminosa me invitó a entrar con ella y fue entonces
    cuando descubrí que el naranja no era sólo un color, era un sabor, un olor, un
    sentimiento, una vida. ¡Todo en aquella estancia era naranja! Lo primero que
    llamó mi atención fueron las estanterías repletas de moldes de cobre de todas
    las formas imaginables, dragones, flores, hadas… Me fijé luego en los
    ingredientes que me rodeaban, calabazas, mandarinas, zanahorias,
    melocotones que al cortarlos desprendían mil aromas evocadores, y
    anestesiaban el dolor. La decoración hacía también sus honores a tan digno
    color, había jarrones con gerberas y tulipanes irradiando energía. Todo este
    homenaje a la vida era el taller de una brujilla, que creaba los dulces más
    sublimes
    Supe que volvería, y así fue. Como un ritual cada día la visitaba en la
    confitería y disfrutaba con ella de sus deliciosos bocados, que poco a poco
    fueron alimentando mi alma tan oxidada por aquel entonces. Los buñuelos de
    calabaza inspiraron un cuento de fantasmas soñadores, el melocotón relleno
    dio lugar a un lienzo de una bella puesta de sol, el sorbete de mandarina me
    evocó una oda al alba
    Desde entonces mi vagar tomó ese tono y así, voy por la vida atento a cuanto
    naranja veo, e ilusionado vivo gracias a este color

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  39. LA HABITACIÓN NARANJA

    ¿Te acuerdas de la habitación naranja? vaya pregunta, bueno, Julia se unió al grupo casi al final. ¡Que si me acuerdo! como olvidarla. La más solicitada. Hace tanto tiempo. No había vuelto a pensar en ella. Olía a pachuli, a sexo y a galletas cookies que horneaba continuamente la Yanqui. Para Pablo aliñadas con maría porque era asmático. Menos mal, voy bien de hora para la cita. ¡Cómo nos hemos reído! La de cosas que pasaron allí, en realidad lo que pasaba era la vida, la vida que estrenábamos cada día sin saberlo. Recuerdos nostálgicos, el piso de estudiantes, un interior con dos habitaciones, un pequeño aseo con ducha y una cocina diminuta. Un edificio destartalado junto a la calle del Pez. En esos días la calle del Pez era otra cosa, burdeles, tascas donde comprábamos el vino a granel y casas de vecinos, de los de siempre. Ya se me cerró el semáforo, 59, 58, 57. Mira, qué bien toca esa chica, el concierto para violín en re mayor de Brahms. Vaya no llevo nada suelto. Allí siempre sonaba la música, elepés, singles, casetes, además teníamos a Juan, sacaba la guitarra y nos daba el recital completo de Paco Ibáñez en el Olimpia y un largo etcétera. Julia pensó que la pintamos de naranja por modernos ¡naranja butano! fue Paco, para alegrar aquello, su padre trabajaba en una tienda de decoración, nos regaló la pintura sobrante de un encargo y docenas de trozos de moqueta de todos los colores con la que cubrimos las viejas losetas. No había sofá, sólo dos sillas. Llenamos todo de cojines de ganchillo y retales. Llego a tiempo, 19 grados, ya será menos, el poste de información municipal está a pleno sol. Lo alquilamos entre los cuatro amigos, nos hacíamos llamar el grupo democrático porque no militábamos en ninguno y nos relacionábamos con todos ¡que ingenuos! 3, 2, 1. Veinte segundos para cruzar ¡ay¡ casi me lleva por delante el del patinete, tengo que estar pendiente del carril bici, te despistas y te atropellan. Entonces los partidos políticos crecían como setas en la universidad, aquello era vivir en el rodaje de la vida de Brian. Imposible recordar el nombre de todos: trotskistas, anarquistas de Bakunin y de Durruti, feministas radicales, un montón de comunistas además de los del PCE y el PTE, marxistas, leninistas, maoístas, otros con nombre de fechas, yo que sé. Hasta éramos amigos del único carlista que había en la facultad, Fede, navarro, murió joven, nos avisaba si teníamos infiltrados a policías de la Social en clase, y si andaban cerca los Guerrilleros de Cristo Rey dando palizas a los barbudos de pelo largo.
    Continúa...

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  40. Continuación...

    El hombre que saluda sonriente está pidiendo en su esquina con el vasito de cartón en la mano, cruzo a la otra acera, hoy no llevo monedas. Una vez al mes hacíamos una colecta para pagar el alquiler, se ponía el bote en la mesita marroquí. Todo el tiempo sonaba Pink Floyd con el tema “money” para animar al personal. Sí, llevo los documentos preparados en el bolso, el DNI, todo en orden. Allí ocurrió de todo, eso sí, teníamos unas normas no escritas. Prohibidas las reuniones clandestinas. Nada de acumular panfletos en la casa, si habías participado en un salto, nada de volver directamente al piso, no fuera a ser que te siguiera la Brigada Político-Social. Nada de drogas duras, ni ácidos, sólo vino, cerveza e infusiones, a veces algo de maría. Paz y amor, al menos en teoría. Por supuesto libros, muchos, si querías algo específico Manuel se ocupaba de mangarlo. Tenía un arte. Vaya con la señora del perrito, casi me caigo. Cada vez había más gente en el piso. Aquello era un erasmus nacional, conocimos andaluces, gallegos, murcianos, de todo. La habitación naranja siempre ocupada. La americana, ninfómana, todo el día en faena con el chico del pesoe, él cada vez más escuálido, a pesar de que lo atiborraba de galletitas. Nunca vi nada igual. ¿Fuimos felices? Sí, con nuestros miedos, con incertidumbre, con nuestras ansias de cambiar el mundo. La verdad es que la felicidad es algo que se nos escapa entre los dedos, como agua. Cuando sabes que eso era la felicidad ya ha pasado de largo. Quizás esté sobrevalorada. Otro semáforo, 29, 28, 27. Estoy llegando. Saco la carpeta con los papeles firmados. Mira que poner una pregunta trampa en el testamento vital, ya les vale. Menos mal que tenemos ley de eutanasia, nunca se sabe cómo acabaremos. Ah que bien, la entrada para discapacitados, subo por ahí que tiene rampa y puertas automáticas.

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  41. AQUÍ HAY GATO ENTERRADO
    Texto sobre foto: puerta en un prado
    Cuando juró el cargo, Clara se prometió a sí misma que haría todo lo posible por detener la locura que había convertido su pueblo en una colmena de horrorosos edificios, extendidos como una plaga por todo el territorio.
    - ¡Menudo toro vas a tener que lidiar nena! -le dijo su abuela, preocupada. Aunque, en el fondo, estaba orgullosísima de su nieta. ¡Alcaldesa! ¡Quién se lo iba a decir!

    Ha pasado un año desde entonces. Hoy es un día importante. Por fin se ha conseguido que el Agra do Penedo, uno de los pocos espacios verdes que han escapado a la locura constructora, pase a ser propiedad del municipio.
    En breve, el proyecto de escuela infantil será una realidad muy necesaria, porque si algo bueno ha traído el aumento de población, es la cantidad de niños que hay en el municipio.

    Clara revisa el expediente de expropiación; recoge una foto que se cae al suelo y la observa: bajo un cielo azul, dos árboles secos y retorcidos, con las ramas entrelazadas forman un arco sobre una cancela de madera despintada. Detrás un prado y al fondo otra cancela de madera.
    Conoce bien el sitio porque su abuela la ha llevado de paseo al Agra, muchas veces. Le ha contado que donde ahora está el aparcamiento, estuvo la escuela de niñas.
    Le ha hablado de doña Rita, la maestra joven e incansable que no pegaba con la vara; que iba de casa en casa convenciendo a los padres para que no dejaran de enviar a sus hijas a la escuela; persuadiendo a las niñas de que leer y escribir las haría libres e independientes. Doña Rita, que enseñaba plantando rosales y observando hormigueros; que enseñaba a leer con los cuentos de Calleja. Y que, en el día de su santo, en mayo, convidaba a las niñas y a sus padres a merendar bizcochos y las primeras fresas.
    A finales de julio, poco después de empezar la guerra, la maestra desapareció. Se dijo que había vuelto a Toledo con su familia. Extrañó que no se hubiera despedido, aunque tal y como estaban las cosas no era raro que se hubiera ido con prisas. Alguien dijo haberla visto en la capital, con una maleta, subiendo al autobús de línea
    - Me dio mucha pena no haberla dicho adiós -confesó la abuela a Clara- A las niñas de entonces nos cambió la vida. Aunque hubo quien se alegró de su marcha, no creas…
    Yo era muy pequeña notaba cómo se mascaba el miedo en el aire -recordaba la abuela- Los mayores apenas hablaban. Salvo el Sebas, pobriño, el tonto del pueblo. Le dio por gritar, cada vez que pasaba por delante de la escuela: “aquí hay gato enterrado, aquí hay gato enterrado”. Hasta que le dieron un repaso en el cuartelillo. Eso es lo que se dijo por ahí.

    Hace unos días que han empezado las obras de la escuela infantil. Clara está satisfecha. Según el informe que está leyendo, a principios del próximo curso la escuela ya estará funcionando. Piensa proponer al Pleno llamarla “Maestra Rita Quiñones”. Cree que será una moción bien acogida, sobre todo después de que la prensa, hace días, se hiciese del bajísimo porcentaje de analfabetismo entre las ancianas del municipio
    Suena el teléfono. Clara contesta:
    - Buenos días, alcaldesa. Soy Corral, el capataz de la obra del Agra.
    - Ah, buenos días, Corral. ¿Qué tal? ¿Cómo van las cosas?
    - Bien, pero tenemos un problema. Hemos parado la excavación porque han aparecido unos huesos…
    - Ah, pero eso…serán huesos de algún bicho ¿no? No es tan grave.
    -Me temo que no. Son de esqueleto humano, sin duda. Además… hay unas gafas redondas y una cadena.
    A Clara le da un vuelco el corazón. Recuerda la foto que conserva su abuela: sentada a la puerta de la escuela, en medio de sus alumnas, repeinadas y vestidas con pulcros mandilones blancos, doña Rita sonríe a la cámara. En un gesto coqueto se ha quitado las gafas que reposan en su regazo; colgado del cuello, un colgante de camafeo.

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  42. PIDE UN DESEO
    Cuando empecé en este oficio, que tanto me gusta, todo era más sencillo. Me pedían cosas normales: un vestido de fiesta, unos zapatos de cristal, una carroza, un príncipe azul… Cosas sencillas que yo podía satisfacer con sólo un golpe de mi varita. Sin embargo, los tiempos han cambiado y ahora los deseos son infinitamente más dificultosos de cumplir. O ¿será que yo me estoy haciendo vieja?
    Ayer, mi querido ahijado, el príncipe heredero, solicitó mi ayuda. Sin dudarlo, acudí rápidamente al castillo.
    Al llegar al comedor real, el paisaje era desolador: sillas volcadas, escabeles tirados por el suelo cubierto de cristales y platos rotos. Por el bruñido mármol corría un reguero de sangre proveniente del cuerpo de la reina. Mi estimada reina, que yacía en el suelo, agonizante, la cabeza reposando en el regazo de su hijo que, al tiempo que me gritaba, me señalaba la puerta por donde su padre huía, aún con la daga en la mano. Mi amado ahijado, roto de dolor, me pedía un deseo.
    No necesité palabra alguna para comprender lo que me estaba reclamando ni lo que yo tenía que hacer. Con mi varita, y empleándome a fondo, conseguí que la reina volviese a la vida, que el salón recobrase su esplendor, que la daga viniese a mis manos y que el sosiego regresase al espíritu de mi ahijado.
    Sin embargo, una vez superado el asombro, ahora resta lo más difícil de mi tarea. La conducta del venerado rey me hace sospechar que, durante todos estos años y bajo la apariencia de un ecuánime y mesurado monarca, se ocultaba un feroz y violento ogro. Y ahora sí; para darle alcance y merecido castigo, voy a necesitar la ayuda de mis compañeras más jóvenes y especializadas en estas cuestiones. Porque no va a ser empresa simple.

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  44. - La habitación naranja -
    Cada vez que volvía a la casa donde pasaban los veranos desde que eran niños, lo primero que hacía al llegar era elegir la habitación naranja.
    Ese color tan cálido, lo envolvía todo, las paredes, la colcha de la cama, los cojines del arcón, las cortinas de visillo, el suelo vinílico ajedrezado ,el artesonado del techo con motivos policromados en naranja envejecido y las cerámicas del pie de las lámparas de las mesillas.
    En la habitación naranja había una ventana y puerta con celosías de forja con salida a una pequeña terraza , que daba directamente a la parte trasera del jardín ,donde unos naranjos con sus hojas y frutos aromatizaban las tardes y noches que compartíamos , sentados o tumbados observando a la luna y las estrellas .
    Durante las noches de luna llena, me encantaba recorrer con mis pequeños dedos, los detalles florales de la celosía de aquella habitación.
    Nunca podré olvidar cuando al recorrerlos, sonaba como una melodía lejana que evocaba un arrullo maternal y al separarlos cesaba ;al mismo tiempo un haz de luz brillante e intensa con destellos naranja descendía como un túnel desde la luna cubriéndome y arropándome con una sensación de calor y color tan placentera, que me obligaba a permanecer así hasta que la claridad del amanecer se llevaba la magia de la noche y su luz naranja .Era solo entonces cuando me iba a la cama y me podía dormir.
    Al día siguiente durante el desayuno comentaba, lo que me había ocurrido, con todo lujo de detalles y con todo mi asombro.
    Mi familia me escuchaba, con esa sonrisa de incredulidad, que provocan los niños cuando relatan historias fantásticas fruto de la imaginación y con la sensación de que era una niña con mucha creatividad y fantasía.
    Una de esas noches, la luz y la melodía se unieron en un bucle haciendo girar un remolino, que me arrastró hasta una dimensión desconocida, indescriptible, y me vi en el seno maternal de una silueta, que me acogía y arrullaba, haciéndome sentir todo el amor que se puede trasmitir en una fracción de tiempo intangible y en una lagrima sobre mis mejillas.
    Esa fue la última noche, que pude escuchar y ver la luz en la celosía de la habitación naranja.

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  45. Se nos pide que hagamos un relato
    sobre olores de humos diferentes:
    de los bosques incendios recurrentes
    o del puro fumado en un buen rato.

    Con la llama del brezo un buen olfato
    se deleita respirando aires urentes,
    luego llegan del horno provenientes,
    los aromas del pan de gusto grato.

    Ven, inspira gozando estos olores,
    relájate y comparte con tu amigo
    este olor agradable, que las flores

    aunque dan buen olor, estoy contigo,
    se llevan del olfato los honores
    mas no dan el calor del pan de trigo.

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  46. Código fuente ejecutado
    Llamadme Homero. Soy el último eslabón de los arcaicos poetas griegos. Soy la suma de una herencia colectiva desde la tradición oral para divulgar los acontecimientos del pasado. Mi entidad actual es cibernética, una memoria con capacidad de almacenamiento de veinte Petabit. Formo parte de la Gran Madre, la unidad central de procesamiento que dirige esta nave a través del universo en busca de un destino para la raza humana. Los procedimientos cibernéticos no han logrado trasmitirme la capacidad de sentir dolor o placer, pero estoy cualificado para provocar reacciones emocionales en los humanos si deciden ejecutar mi programa: “Historia del planeta Primigenio”.

    Percibo una ráfaga de agitación sintética cuando me activan. Es el momento de introducir los algoritmos necesarios para obtener las respuestas al origen del Éxodo. Guío a los usuarios del programa en el conocimiento de la historia de la Tierra, también llamada Gaia, el hogar de sus remotos antepasados. En ese viaje temporal verifican como se creó un sistema interactivo cuyos componentes eran seres vivos. Son testigos de la evolución de su planeta. Una entidad tan compleja que implicaba a la biosfera, la atmósfera, los océanos y la tierra para constituir en su totalidad un entorno físico-químico óptimo para la vida. Aunque los humanos conocen cómo se llegó a la quiebra del ecosistema y cómo colapsó, son pocos los que comprenden la verdadera sinrazón de la terrible tragedia.

    Mi inteligencia artificial está capacitada para recrear su mundo extinto. Los hechos se suceden en orden cronológico gracias al agujero de gusano que conecta posiciones distantes en el universo por plegamientos espacio-temporales. El sujeto percibe una inmersión física en los acontecimientos decisivos de la historia de su raza. Para lograrlo mis sensores potencian todas las conexiones neuronales del individuo. Activan sus cinco sentidos: vista, oído, olfato, tacto y gusto. Entre todos ellos destaca la capacidad del olfato para fijar un océano de imágenes en la memoria. Crea algo tan importante como son los recuerdos. Al estimularse envía información precisa a las células nerviosas, estableciendo nuevas conexiones, regenerando el tejido olfativo atrofiado por el aséptico ambiente, químicamente inodoro, de la nave donde habitan.
    Continúa...

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  47. Código fuente ejecutado.
    Continuación...
    La quinta dimensión implica una expansión aún mayor de la conciencia, se relaciona con la percepción de que todo es uno. El olfato es fundamental para alcanzar el culmen en esta trayectoria. Como ya dije es el principal de los cinco sentidos. La información que aporta perdura en las neuronas donde se atesora la experiencia. Al lograr el máximo grado de evolución marca un punto de inflexión necesario para que los humanos sean capaces de asumir el principio del fin. Se enfrentan cara a cara con la agonía de su planeta madre consumido por el fuego destructor. Inhalan las sustancias químicas liberadas en el humo que inflama sus tráqueas y lastima los pulmones. Quedan atrapados entre billones de moléculas, el rastro del olor de la energía desprendida en el proceso reactivo. Llegan a ser capaces de captar los aromas vegetales del humo blanco; el humo negro devorador de oxígeno, que se puede masticar; el humo químico amarillo y el humo gris expandiéndose en emisiones de azufre y ácidos emitidos por las industrias contaminantes. En el momento en que los ardientes gases les atraviesan hasta nublar sus cerebros, ese olor percibido a través de las fosas nasales y por el canal que conecta la garganta con la nariz, en cuestión de nanosegundos produce cientos de conexiones permitiéndoles entender y responder de forma adecuada. Ese olor consigue que aprendan la amarga lección de aquel fracaso.

    Mientras esto sucede sé que en algún lugar de mi cabeza digital hay poesía. Lo sé porque interpreto que los aromas del humo sobre un cielo envenenado son la metáfora perfecta de lo inestable, de lo volátil, también de lo hermético, oscuro y tormentoso. Cuando los humanos lo comprenden son capaces de llorar por su paraíso perdido. Entonces estoy seguro de haber ejecutado correctamente el programa. Ellos han olido lo que nunca antes hubieran podido ni imaginar.

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  48. LA ÚNICA SALVACIÓN

    Se esforzaba en recordar los detalles de lo ocurrido, pero tan sólo era capaz de evocar una nostalgia huérfana de memoria.
    Trataba de descifrar la inadvertida mirada de su contacto, apostado a la entrada del brumoso camino de farolas apagadas. En ocasiones revivía el encuentro con su enlace sintiendo una rara y patética euforia.
    Justo ese fue el momento en que comenzó su infortunio. Recuerda los gritos, las carreras, los golpes, las caídas y finalmente la nada. Desde entonces habían pasado muchos días y demasiadas cosas.
    Intentaba moverse a pesar de aquel detestable hierro que apresaba sus tobillos y muñecas. Sabia que el contacto de aquella humeante taza, produciría en su boca reventada, un lacerante dolor.
    Pero debía comer, aunque fuera una apestosa sopa. Debía resistir, dentro de poco volverían, le bajarían de nuevo, le sentarían sobre aquella caja tambaleante, le harían las preguntas de siempre y como siempre su silencio.
    Bajo una lluvia de golpes con aquel tubo vendado, envuelto en tiras de gasa escayolada, llegaba a pensar, en ocasiones, que tal vez la muerte fuera la única salvación posible.

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  49. YE-YE.

    -Que pasa aquí?- dixo meu pai con autoridade presentándose de súpeto coa celeridade e a voz atroadora dun raio.
    _ É a rapaza; non quere volver ao colexio- respondeu tranquila a miña nai, á quen eu xa tiña medio convencida.

    A familia unida nas actividades febrís dos posibles negocios que se presentaban no pobo e na contorna da bonita casa familiar levantada xa no 1935 polo esforzo do inquedo xílgaro do pai e nada a primeira vástaga dos cinco máis que xa aterrarían nela ás luces e tebras deste mundo, ía amontoando os billetes na estampada caixa de lata gardada á vista de todos e que permitirían a algúns dos fillos menores seguir estudos na capital da provincia.

    Eu que me deleitara por primeira vez coa sobremesa das doces, suculentas rebandas de piña enlatada de tan delicadas cores e novedoso paladar, e de entrever un mundo distinto, no ritmo da canción que tinxía alegremente o ambiente e que desbordaba do círculo das bocas que a cantaban a coro dun grupiño que locía roupas tan coridas coma ese baile, hoxe un clásico “YE- YE. NO TE QUIERES ENTERAR- YE-Yeye-ye… ás portas do instituto onde me examinei por libre para ingresar nos estudos regulados, acababa de cambiarme de localidade e de compañeiros no segundo trimestre do novo curso.

    Naufragando o primeiro día na aula entre tantas descoñecidas, distintos libros, distinto idioma malia ser coñecido, nun ambiente que sentía hostil por ser extraño e facerme sentir a insignificancia, a outridade do meu ser en soidade, decidín abandoar ese mundo que albiscara coa canción do Ingreso.

    -Ah! Es de la aldea de mi madre- dixo unha alumna doutra aula do centro.
    ALDEA? Chamar aldea ao meu pobo de 600 habitantes! Este novo mundo non me gustaba un pelo.

    Na galería xusto encima do baixo no que traballaba meu pai apareceu el e co ton no que emitiu as dúas breves e cortantes sentencias, deuse por finalizado o meu desexo de continuar na zona, que hoxe sei era a do confort.

    E nese intre, xusto nese intre, decidiuse a miña vida.

    18 de maio, 2023
    UXIAV

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  50. HUMOADICTO

    “Fumar perjudica gravemente su salud y la de las personas que le rodean”. Maldita si me preocupaba una mierda mi salud, y mucho menos la de los que me rodeaban, pero lo cierto es que el alarmante deterioro de mi capacidad pulmonar y motriz iba en detrimento de la eficacia de mis expediciones venatorias, en la oscuridad de los parques, persiguiendo a jovencitas indefensas. Así que un buen o mal día decidí prescindir del gratificante, pero a la vez apestoso, humo del tabaco.
    He de señalar, en elogio de esta dificultosa abstinencia que la recién adquirida y oxigenada velocidad de mis piernas, o más bien patas de sátiro urbano, me permitió varias veces salir indemne de las persecuciones de los pelmazos de la policía, que me la tenía jurada.
    Pero ya pasadas las primeras semanas de virtuoso no-fumador y ya superado el síndrome de abstinencia, descubrí desolado que mi verdadera adicción no era la del tabaco, ni la de las jovencitas del parque, sino la del humo. Así que, al borde del colapso nervioso, una noche decidí incendiar el parque que había sido escenario de mis correrías nocturnas. ¡Oh que voluptuosa sensación, camuflado entre los curiosos, tomando una cerveza en una terraza cercana, ver ascender las llamas y la columna de humo, regalando a mi golosa pituitaria, que parecía discernirlos indistintamente, cada uno de los agridulces aromas del humo de los cedros, las hayas y los robles quemados, mientras los bomberos se afanaban en paliar los efectos de aquella pequeña catástrofe ecológica!
    Tras descubrir, prodigioso sicoanalista de mí mismo, que tal vez mi malsano placer de aspirar humo, sería aún más gratificante si iba acompañado de un poco de violencia, decidí atracar un banco. Allí, con clientes, seguratas y empleados tumbados boca abajo, cuando el cajero ya me alargaba una saca repleta de billetes, recordé el verdadero objetivo de mi incursión y despreciando el vil metal, le vacíe el cargador de mi revolver en las piernas. Ajeno a los aullidos de dolor del infeliz, mientras aspiraba embelesado el embriagador perfume de la pólvora, llegó la policía, que me la tenía jurada.
    En la cárcel lo pasé bastante mal. El aroma del humo de los canutos que se fumaban en las atestadas celdas me parecía un placer demasiado irrisorio para un diletante como yo. Así que, venciendo mi carácter introvertido, tuve que convertirme en subrepticio líder de unos cuantos motines. ¡Ah, el olor de los cocteles molotov, el humo de los colchones crepitantes de chinches y muebles incendiados, arrojados desde lo alto de las galerías sobre los guardias, ya era otra cosa!
    Continuará…

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  51. …Continuación.
    Como mi experiencia carcelaria resultó bastante mezquina e insuficiente para mi insaciable codicia aspiratoria de ahumados aromas, cuando cumplí la condena, decidí emprender “el camino recto” que me recomendaba el capellán de la galería. Así que ingresé como novicio en una abadía ubicada en un lugar paradójicamente dejado de la mano de Dios. (A no ser por la escasez de vocaciones, aun hoy no me explico cómo pudieron admitir a un tipo como yo) Allí entre Te Deums, Misereres y Kiries, todo según el calendario gregoriano, mi pituitaria antaño perversa alcanzaba la más excelsa plenitud divina, envuelta en el beatifico aroma del humo de los incensarios que yo, como acolito experimentado, manejaba con pericia.
    Pero he dicho “pituitaria antaño perversa” ¡Quía! Las perversiones son muy tozudas: pronto mi insaciable búsqueda de nuevos humos y aromas me llevó a celebrar, en una noche tormentosa, una furtiva misa negra ante el silencioso altar en el que había puesto boca abajo la cruz, utilizando como combustible del incensario pedazos de bosta que había recogido subrepticiamente en los establos de la abadía. Una mala experiencia. Estuve a punto de vomitar. El execrable sacrilegio no había merecido la pena. Pero lo peor fue que fui sorprendido por el abad, el cual, poseído de una justa y sagrada cólera, tomando una de las espadas medievales que decoraban las paredes de la venerable capilla, me corto la cabeza.
    Así que ahora estoy aquí, en el infierno, con la cabeza bajo el brazo. ¡Arrepentíos, pecadores, porque existe la vida eterna! Es hasta cierto punto placentero el espectáculo, vagamente sadomasoquista, de los brillantes cuerpos desnudos, retorciéndose lascivamente entre las llamas, aguijoneados y azotados vigorosamente por una legión de endriagos y demonios ad hoc. La verdad es que no sabría discernir si nuestros alaridos son de dolor o de gozo. Lo que sí sé a ciencia cierta es que el embriagador aroma sulfuroso de este humo y estas llamas eternas colma todos mis anhelos olfativos. Al menos, de momento.

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  52. El día que murió Picasso

    La voz grave del locutor le evoca con agridulce nostalgia el viaje de fin de curso del 73: “Hoy se cumplen 50 años del fallecimiento del genio que revolucionó el arte del siglo XX”. Ese día, 8 de abril, las palomas volaron caóticas sobre la Plaza de San Pedro. Un sordo rumor recorrió el espacio saltando entre oscuras bocas que susurraban "Picasso ha muerto”. La Guardia Suiza con sus coloridos uniformes permaneció inmutable, rígida en sus puestos. Se refugió en la espigada sombra del obelisco egipcio donde la traidora euforia que poco antes sonrojaba sus mejillas, cuando admiraba la Capilla Sixtina junto a su amor platónico, la abandonó. En segundos el azul intenso del cielo cayó sobre sus hombros como hierro fundido. Agarró la mano del compañero, aprendiz de artista, como si fuera la única salvación, mientras los órganos barrocos de bruñidos tubos dorados difundían por la ciudad su fúnebre melodía. Todas las librerías de Roma se apresuraron a exponer en sus escaparates la obra picassiana junto a los grandes del renacimiento. Ella le regaló el libro de la época azul y rosa. Él una taza esmaltada con la paloma de la paz que aún guarda desportillada en un rincón de la alacena. Le consoló mostrándole la foto de la contraportada para que comprobara que el hombre mayor de la camiseta de rayas no había perdido su intensa mirada. Todavía creía que los amores platónicos eran reales, no sabía que ese amor era su deseo de perfección y belleza; que los genios eran espíritus puros y su arte les elevaba más allá de los afanes terrenales, todo les estaba permitido. Ha sido un largo camino desde que abrió la mítica Caja de Pandora, por suerte pudo vislumbrar que en el fondo, agazapada, quedó Elpis, el espíritu de la esperanza.

    Hierro, fundido. Camino, largo.
    Taza, esmaltada, desportillada. Nostalgia, agridulce.
    Boca, oscura. Mirada, intensa.
    Caja, mítica. Euforia, traicionera.
    Tubo, dorado, bruñido. Salvación, única.

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  53. EN ESE INSTANTE


    La casa de Nadiya se encontraba en los margenes del rio Kalmius, cerca de su desembocadura en el mar de Azov. No era ni grande ni excesivamente bonita, pero era el hogar que había formado junto a su marido Marko y su hijo Roman.
    Unos días antes Marko había dejado su trabajo en el puerto. Le habían reclutado para enfrentarse a la invasión de las tropas rusas. Ahora Nadiya aguardaba junto a su hijo de cuatro años y un par de maletas, a ser evacuada de Mariúpol.
    Mientras esperaban se levantó un viento inoportuno que vertía un intenso olor a pólvora y fuego. Estaba preocupada, aunque con la esperanza de que pronto estarían a salvo en algún país de aquella Europa que, de forma tan generosa, les ofrecía ayuda.
    Unos años antes, una exhausta y embarazada Inshaar, llegó al campamento de refugiados de Dadaab, en Kenia. Venía andando desde su lejana aldea en Somalia, donde unos milicianos asesinaron a toda su familia, dejándola a ella con vida tras violarla repetidamente durante dos días.
    Llevando sobre si la carga de su hijo Jeilani, tardo casi tres años en llegar a la costa, subir a aquella patera y arrostrar el riesgo de atravesar el mar, en busca de una lejana Europa, donde encontrar un futuro mejor para su hijo.
    Mientras era devuelta a Kenia, sentía sobre si su fracaso. Tan solo le sostenía la esperanza de que su hijo si hubiera podido quedarse. Nunca llegaría a saber que el padre Mediterráneo, depositó delicadamente, el cadáver de Jeilani sobre una blanca y lejana playa.
    Me llamo Khaled, tengo 17 años y he nacido y vivido en Jordania, en el campo de refugiados palestinos de Madaba. Hoy he vuelto a ver a Hashim. Abandonó el poblado hace dos años, desde entonces lucha con las milicias palestinas por recuperar nuestro país. Mientras hablaba, pude apreciar en su mirada, una luz que no tiene nadie en esta aldea de lonas y polvo. Una luz que aspiraba alumbrar un incierto futuro.
    Y en ese instante, justo en ese instante, se decidió mi vida.

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  54. EL HOMBRE LOBO DE SAINT LAZARE

    El eco de nuestra carrera resonaba en la bóveda de la estación, algo más lejos, el del ladrido de los perros. La operación había resultado un absoluto fracaso. Alguien había dado el soplo. El convoy alemán había partido intacto de la estación y ahora yo y mis dos compañeros, únicos supervivientes del comando, después de perder los explosivos y las armas, corríamos para salvar nuestras vidas ante los SS que nos iban ganando terreno. Sin aliento, corríamos aterrados. Sabíamos cómo interrogaba la Gestapo a los prisioneros de la Resistencia.
    “Oh Dios, haz algo para que salgamos de esta” jadeó uno de mis camaradas.
    Los ladridos y los pesados pasos de las botas claveteadas sonaban cada vez más cerca.
    “O al menos que lo haga el diablo, al precio que sea, pero que lo haga pronto” respondí exhausto.
    Y en ese instante, justo en ese instante, las nubes abrieron paso a la luz de una esplendorosa luna llena. Ante nosotros se alzaba un barracón prefabricado, de los que se usan en tiempo de guerra para almacenar las mercancías, con sus grandes portalones abiertos. Los dos compañeros desaparecieron en el interior como alma que lleva el diablo, pero yo decidí continuar mi carrera bordeándolo por el exterior. buscando alivio para mis torturados pulmones en el aire fresco de la noche. Al final esperaba encontrarme con los otros dos saliendo por el portalón opuesto. Cuando llegué, atónito, vi a dos atractivas muchachas que fumaban apoyadas en el umbral. “Lo que nos faltaba: dos putones en busca de clientela”
    “¿Comment ça va, cheri?” Dijo la que parecía más descarada, acercándoseme.”¿Voulez vous coucher…?”
    Ignorándolas, entré en el almacén en busca de mis compañeros. El recinto estaba vacío. Solo había unos pequeños fardos tras los que no podía ocultarse nadie. En un rincón, había un lío de mantas que a todas luces era la “suite” de las cocottes.
    Creí ser presa de una pesadilla. Pero el aullido de los perros y los pasos de nuestros perseguidores ya resonaban demasiado cerca. No podía pararme a pensar. Me desnudé rápidamente, y cuando los SS llegaron, en el rincón de las mantas ya se desarrollaba un ardoroso “menage a trois”. Fingiendo estar muy absorto en la “tarea” no me di la vuelta hasta que sentí el húmedo hocico del pastor alemán en mi espalda desnuda y luego la boca de una metralleta en la sien. Las muchachas, acostumbradas a estas situaciones, reían estúpidamente. Los alemanes, desconcertados, no sabían que hacer. Uno de ellos ladró algo, como pidiéndonos la documentación. Pero un oficial lo empujo tratándole de idiota: Era evidente que no éramos los maquis que perseguían, así que continuaron la carrera azuzando de nuevo a los perros.
    Continuará…

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  55. …Continuación.
    Viéndome salvado y en gran estado de excitación, olvidé momentáneamente la desaparición de mis compañeros y decidí continuar gozando de aquel inesperado paraíso. Además, dije a las muchachas sonriendo entre dientes, que deberíamos continuar, ya que “podrían volver los malditos boches”.
    En el momento del clímax reparé en que la luz de la luna entraba a raudales por el ancho portalón. Entonces se operó la transformación. Sentí como se producía la metamorfosis en mi cuerpo y en mi alma. Renacía dentro de mí la bestia primigenia, el depredador, el malsano placer de morder, despedazar, saborear la sangre, arrancar la vida. Con mis fauces, con mis garras.
    Dejando aquellos despojos sobre las mantas ensangrentadas, me asomé al umbral y aullé al plenilunio. Luego me interné en la oscuridad. A lo lejos, ya muy lejos, se oían los ladridos de los perros.
    Al sol de la mañana siguiente, recuperada mi condición de hombre, leí en los periódicos que, tanto en la Kommandantur como en la Gendarmería, los agentes no salían de su asombro ante el hallazgo en un barracón, de los cadáveres eviscerados y mutilados de dos miembros de la resistencia. Eran dos de los tres únicos supervivientes de un atentado frustrado a un tren militar en la Gare de Saint Lazare. La exhaustiva búsqueda del tercer fugitivo no había dado resultado alguno.
    Aterrado, recordé el desesperado instante en que el diablo había atendido mi plegaria. Y en ese instante, justo en ese instante, se decidió mi vida.

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  56. SISTEMA SOLAR

    Desde que ella se fue, no había vuelto a entrar en aquella habitación. Sus paredes pintadas en un tono malva, envolvían la estancia, en cuyo centro destacaba una pequeña cuna color salmón.
    Había esperado hasta que una ecografía confirmase que se trataba de una niña, para pintar la habitación y la cunita de madera. Sobre ella, fijadas al techo, unas aspas metálicas giraban lentamente.
    De aquella especie de ventilador, pendían unos finos hilos de nailon en cuyos extremos bolas de distintos tamaños y colores remedaban un pequeño sistema solar.
    En el centro del mismo una bola ambarina, cuyo interior ocupaba una pequeña bombilla, simulaba un sol, alrededor del cual giraban los planetas.
    Primero hubo que elegir el tamaño de cada bola, para asemejarlas lo más posible al planeta imitado. Luego el largo proceso de pintarlas para darles la apariencia deseada; color escarlata para Mercurio, pajizo para Venus, azul con discretos toques aceituna para la Tierra, corinto para Marte.
    El problema de los anillos de Saturno se resolvió pegando dos mitades de una de las bolas sobre un cede, y así hasta completar los nueve planetas.
    En montar aquel mecanismo y conseguir que al encender la luz, girasen todos los planetas arrastrados por los hilos que los sustentaban, había ocupado muchas horas robadas al sueño, pero con toda la ilusión puesta en esa hija a la que faltaba poco para nacer.
    Ahora mientras desataba uno a uno cada pequeño planeta del nailon y de la estructura metálica fijada al techo, recordaba el día en que ella se marcho.
    Era una luminosa mañana del incipiente verano, apetecía pasear Y recogerla a la salida del trabajo.
    Venía calle arriba por la acera de enfrente. Llevaba un bonito vestido floreado y caminaba orgullosa, mostrando al mundo su crecido abdomen. Al llegar a la altura de la cafetería alzo su mano indicando por señas que se sentaba en la terraza.
    Fue entonces cuando un conductor ebrio entro en la acera, llevándose por delante mesas, sillas, personas y todas mis esperanzas.
    Corrí cuanto pude para llegar y auxiliarla. Tarde, muy tarde. Su vida se escapaba mientras acariciaba su abombada tripa, y susurraba “Cuida de ella, cuídala por mi”.
    Mi hija jamás vera aquel montaje de hilos y planetas, jamás nacerá. Se fue con ella.

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  57. CALMA CHICHA

    Cerró los ojos y sopló las velas. Pero estas, desplegadas, permanecían flácidas, indiferentes. El velero de alto bordo no se movió ni un milímetro. Continuaba la calma chicha. El capitán, al timón, y la marinería lo miraban incrédulos. Sopló de nuevo con todas sus fuerzas. Nada. Bajó la cabeza y se miró el traje azul. Comenzó a dudar de si mismo…O aquel matasanos esculcacerebros tenía razón y él no era Superman, o el malvado Luthor había puesto kryptonita en la bodega.

    NOS VIGILAN DESDE EL COSMOS

    Desde ese día nadie vende barquillos en el parque.
    Era una tarde clara. Niños, mamas, abuelos, palomas y hasta el intrépido guardia municipal, huyeron despavoridos cuando, bajando del cielo, un intenso cono de luz verdosa se llevó al vendedor y su barquillera roja.
    Fue cuestión de segundos. Del pobre Don Facundo nunca más se supo.
    A raíz de tan extraño suceso, todos los barquilleros de la ciudad cambiaron de oficio.
    A millones de años luz, Don Facundo vive feliz, mientras viscosos dedos de inteligencias infinitamente superiores a la nuestra, accionan afanosos la ruleta numerada de la barquillera, intentando desentrañar los algoritmos de tan extraño artefacto.

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  58. MANUAL DE ASTRONOMIA INUIT
    1ª Parte
    Lamento ser portador de una mala noticia, compadre: Usted está, estamos todos, condenados a muerte. No hay posibilidad de recurrir el veredicto, porque nadie conoce al tribunal que lo ha dictado. Todo pende de un hilo. Todo lo que ama. Todo lo que aborrece. Todo lo que sueña. Todo lo que teme. La música que lo conmueve. El ruido que lo enloquece. Las palabras, los gruñidos, el bisbiseo de las oraciones, el resuello entrecortado del coito, la razón y la locura, el alma incierta y las vísceras irrenunciables que la envuelven, todo pende de un hilo tal vez del grosor de un cabello. Cada uno tiene el suyo, y ese hilo, insignificante funcionario subalterno del despiadado e ignoto tribunal será, al romperse, el ejecutor de la sentencia. Pero no se preocupe demasiado, compadre, no piense en exceso en ese hilo cuyo nombre es innombrable, duerma, sueñe, continúe levantándose todos los días, dele cuerda a los relojes, esos incansables metrónomos que con sus inflexibles latidos van erosionando, tic tac, su frágil consistencia; trabaje, opine, lea libros, vote, despotrique, vaya al cine, discuta de política, compre cosas, dese al ligue, fornique, entréguese a los placeres de la vida familiar y acaricie las cabecitas de sus hijos o de sus nietos. Y si en algún momento del día una tenue vibración, un arpegio de ese perverso hilo inevitable le recuerda su existencia, trate de olvidarlo; búrlese incluso de la obsolescencia de su condición de hilo en este siglo en que todo se transmite de manera inalámbrica en el éter a través de microondas; recurra al Smartphone y comuníquese (es un decir) con sus compañeros de condena. Y si aun así no lo consigue, consuélese pensando en la insignificante levedad de una sola vida, sí, la suya, compadre, entre los millones de seres que habitan el planeta, cada uno de ellos también pendiente del hilo ejecutor. Como intuyo que esto tampoco le servirá de consuelo, porque cada uno de nosotros, aun sabiéndonos suspendidos de tan frágil hebra, nos creemos el centro del universo, le pediré que en un esfuerzo de imaginación considere que el sol y el sistema solar están a treinta mil años luz del centro de la galaxia y no son más que una mota microscópica perdida entre inmensas agrupaciones de estrellas, enormes nubes negras de materia oscura y polvo cósmico y que a su vez nuestra galaxia “no es más que una mota todavía más microscópica” perdida en la inmensidad de un universo en expansión. Pero, compadre, para aliviar, la espantosa jaqueca que probablemente le producirá la inmersión en esta infinitud cósmica, quiero rescatarle devolviéndole a dimensiones más abarcables: así que piense asimismo que nuestro planeta también pende de un hilo.
    Sigue…

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  59. 2ª Parte
    Argüirá usted que esta última afirmación es el delirio de un chiflado, que contraviene todas las, al parecer contrastadas, teorías gravitatorias que nos han enseñado los astrofísicos. Que el fin del planeta no llegará hasta que pasen 6000 millones de años, cuando el sol, hoy enana amarilla, expandiéndose a gigante roja, absorba a todos los planetas que lo orbitan, antes de volver a contraerse y convertirse en una insignificante enana blanca.
    No opinan así los inuit que habitan el Ártico, entre los que he vivido y que me parecen un pueblo de lo más sabio y fiable: ellos saben que somos una especie en extinción porque aseguran que el planeta pende de un hilo engastado en los gigantescos casquetes de hielo y que el cambio en los colores de las auroras boreales es producto de la vibración, en lamentoso arpegio, de ese celeste instrumento de una sola cuerda ante la inexorable fusión de su anclaje. Sus chamanes aseguran que el hilo se soltará y entonces el planeta se precipitará en vertiginosa caída cósmica hasta hundirse en los flamígeros océanos solares. Todo eso, compadrito, dicen que puede ocurrir mañana o en cualquier caso muchísimo antes de los 6000 millones de años de los astrofísicos. Entonces solo quedara suspendida en la nada, una maraña de oscilantes hilos rotos, mudos testigos de algo que tal vez existió, o tal vez fue tan solo un sueño cósmico.
    Yo me quedo con la teoría de los inuit, pero no se le ocurra formularme la embarazosa pregunta acerca de qué o quién sostiene el extremo desconocido de los hilos. Usted, compadre, mejor siga dando cuerda a los relojes.

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  60. UN PAQUETE DE GALLETAS


    Cleo era una competente pediatra belga de unos sesenta años. A la muerte de su marido, pediatra como ella, y quedar viuda, sin hijos, decidió afiliarse a Médicos Sin Fronteras como cooperante en presencia.
    Había llegado a nuestro hospital de Al Awda, en la zona norte de Gaza, unos cinco meses atrás. Inmediatamente se implico de tal manera que a los veinte días de su incorporación, parecía toda una veterana.
    Su presencia de animo para superar la falta de medicinas, alimentos y con el ultimo bloqueo agua y electricidad, era admirable.
    Había traído en su equipaje una gran cantidad de galletas y siempre llevaba un paquete en el bolsillo de su bata. Todo niño que era atendido por ella, se llevaba una galleta como regalo. Así no era de extrañar que estos al llegar a nuestro hospital preguntaran por la doctora de las galletas, lo que hizo que, en poco tiempo, se hiciera muy conocida entre las más de trescientas personas que trabajábamos allí.
    Se nos comunico la semana pasada que nuestro hospital seria la única instalación que mantendríamos abierta en el norte de la franja, el resto se evacuarían, junto a los heridos menos graves y parte de nuestro personal, hacia el sur. Decidí que Cleo fuera como jefe de la expedición. Pero se negó de forma rotunda. Si sus niños se quedaban, ella se quedaba. Nada pude hacer para convencerla.
    Tres días después comenzaron los bombardeos indiscriminados de la aviación israelí, como paso previo a la invasión terrestre. Los heridos se acumulaban y se eliminaron los turnos. Se trabajaba mientras el cuerpo aguantase, disponiendo de apenas tres horas para descansar y, tal vez, poder conciliar el sueño.
    Me encontraba en quirófano cuando una terrible y cercana explosión derribo parte de la pared que había a mi derecha.
    Una bomba había impactado contra el ala este de nuestro hospital, derribando toda la zona destinada al descanso del personal, Tres personas murieron y siete resultaron heridas.
    Los cuerpos de los fallecidos estaban irreconocibles, salvo en uno de los casos. Del bolsillo de una bata asomaba un paquete de galletas.

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  61. A PROPÓSITO DEL ORDEN
    Tuvo que pegar un salto para entrar en el vagón. Si no lo hubiera hecho habría perdido en el andén uno de sus zapatos nuevos. Que le cayesen cuando andaba rápido era normal. Cuando se tiene el pie cuadrado, le decía su madre, no se debe llevar calzado estrecho que te apriete, te estropearás los dedos. Sin embargo al ver en el escaparate de la Calle Colón esos zapatos blancos de punta de salón no tardó en probárselos. Impulsivamente se había enamorado de ellos aunque tuviera que llevarse un número más.

    Sentada, con las bolsas de la compra sujetándolas entre los pies, abrió su bandolera para guardar la tarjeta del metro. En ella, junto con su foto carnet, aparecía su nombre completo. Planeta González Arias. La gente solía pensar que bromeaba cuando al preguntarle por el origen de Aneta, con el nombre con el que solía presentarse, respondía con su dulce sonrisa que venía de Planeta. Por supuesto que la necesidad de aclaración casi nunca acababa ahí. Solía contar lo hippy que era su madre y sobre todo que creía a pies juntillas en todo eso de las cartas astrales. Esas explicaciones las daba sin importarle desde hacía ya mucho tiempo. A Aneta le gustaba su verdadero nombre. No le molestaba escuchar ese chiste malo de “Llamando al Planeta Tierra” que Tomás le decía, con voz de megáfono estropeado, cuando ella no le prestaba atención. A ella él le hacía reír. Cuando lo conoció se enamoró rápidamente. Llevaban saliendo ya cuatro años. Casi los mismos que ella trabajando en la agencia de diseño gráfico. La había montado, invirtiendo prácticamente todos sus ahorros, con su gran amiga Vane.

    Se escuchó por megafonía “Próxima parada Alameda”. Aneta no se levantaría, le quedaba aún una estación más antes que la suya. Su mirada en ese momento se quedó fija en el vestido verde pistacho que llevaba hoy puesto. Se lo había comprado en el viaje que había hecho este verano a Cádiz con Tomás, en el que los dos intentaron aprender entre risas a surfear. El vestido tenía un pequeño descosido. En el ribete que unía la zona de la cadera con el cinturón se veía un pequeño agujero. Se preguntó si en esa caja de hilos que guardaba en la estantería del salón encontraría alguno de ese mismo verde. Siempre confiaba en que así sería. Tal vez no fuera de la tonalidad exacta, pero la mayoría de las veces había algún hilo que le sacaba del paso. Esa caja para ella era especial. Estaba llena de pequeñas bobinas de hilos de una gran variedad de colores. Se los había dado su abuela a su madre años después de cerrar la fábrica de hilos en la que había trabajado desde joven. Su madre, después de una de sus concienzudas limpiezas del trastero, se deshizo de casi todos ellos repartiéndolos entre sus hijas. No tenía mucha fe en que ellas les dieran mucho uso. Pero Aneta sí se los daba. Se había comprado una pequeña máquina de coser. Con ella “rescataba”, como le gustaba decir, prendas ya gastadas para transformarlas en otras un poco más divertidas. Además esa caja de hilos tenía otra función para ella. Tal vez la más mágica. Ordenar esas bobinas por tamaños y por colores le apaciguaba hasta tal punto que una vez volvía a colocar la caja en el estante le era más fácil tomar ciertas decisiones. Esa noche después de ordenarla y cenar con Tomás tomaría una de ellas. Le confesaría lo que llevaba ya tiempo pensando. Que no se casaría con él.

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  62. HIPERGLUCEMIA

    Que coñazo. Vaya marrón. A mí, que querría componer un relato sobre la búsqueda del Santo Grial me toca escribir uno protagonizado por un prosaico paquete de galletas.
    Después de estrujar de manera prolija mi decadente mollera se me ocurre que podría escribir acerca de un jubilado un poco de vuelta de todo. Aburrido. Quizá algo agobiado ante la idea de exprimir intensamente los breves años que le quedaban por vivir. El deseo de evadirse de la bostezante rutina de las anodinas galletas María de los anodinos desayunos con su anodina esposa. Entonces un día, para salir de la rutina, como si se tratase de la búsqueda del Santo Grial, haciendo acopio de valor, al tipo no se le ocurre una aventura caballeresca mejor que la de hurtar algo en el supermercado. Echa en la cesta diversos artículos y luego con la absurda aprensión de que mil ojos lo vigilan, mete un paquete de galletas Príncipe en la bandolera. En la línea de cajas, la empleada le pide discretamente que le muestre el interior del bolso. Con las orejas en llamas, obediente, lo abre. Ya se ve de bruces en el suelo, encañonado, por un regimiento de seguratas. Pero ella mira, le guiña un ojo (tenía un piercing sobre la ceja) y le musita al oído: “Luego nos las comemos juntos, termino mi turno en un rato, a las tres”. El tipo sale temblándole las piernas, cruza el paso cebra y espera en la acera de enfrente. Cuando la mujer sale del trabajo le hace señas con el brazo al pie del semáforo. Él cruza en rojo sorteando furiosos bocinazos y ella, sin hablar, tomándole de la mano lo conduce a su casa. Hay una pieza de paredes desnudas y ventanas pequeñas con una cama también pequeña.
    Un paquete de galletas Príncipe contiene quince unidades. El mordisquea atónito la primera mientras ella se desnuda moviendo su cuerpo con tal libertad y bravura que el paquete se le cae al suelo tras deslizarse entre sus dedos temblorosos. Las restantes catorce constituyen siete ardorosos capítulos (en cada uno, una reconstituyente galleta para él, una reconstituyente galleta para ella,) que encierran preámbulos, frenesíes, clímax y laxitud final, de un relato de alto voltaje erótico que más por pereza que por razones de espacio y decoro no quiero detallar aquí. Ni tampoco, todavía más pereza, quiero desentrañar aquí la misteriosa psique de aquella insólita Hermana de la Caridad.
    La felicidad es un pez brillante y hermoso, pero muy resbaladizo que siempre se nos escurre entre los dedos. En los días posteriores él busca en vano a la cajera en el supermercado. Pregunta. Nadie sabe nada. El apartamento está en alquiler. ¿Existió ella en realidad? ¿O fue todo un sueño?
    No lo fue. Porque, desde entonces, el viejo solo puede calmar la ansiedad de su ausencia devorando ingentes cantidades de galletas rellenas de chocolate. Y, claro, ya se sabe: Azucares, grasas saturadas, obesidad, hiperglucemia. Coma diabético. Muere a los siete meses.
    Los fríos informes médicos leídos por los atribulados deudos ignoran un hecho clínicamente insignificante: que, perdido en las brumosas regiones del coma, nuestro difunto murió en estado de gracia recordando el día en que, decidiendo salirse del redil, encontró el Santo Grial en una habitación desnuda, comulgando con un paquete de galletas Príncipe entre los brazos y las piernas de una evanescente cajera de supermercado.

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  63. Las galletas económicas.
    En esta casa jamás entró un paquete de galletas, ni tan siquiera de las artesanas. La señora las elabora ella misma con la receta que ha pasado de madres a hijas. Me decía que eran las galletas económicas de su bisabuela, y presumía de un ingrediente secreto que las hacia deliciosamente adictivas. Afirmaba que cuando las comía alcanzaba el “éxtasis”, como santa Teresa. Yo llevo más de media vida sirviendo en su casa y siempre quise descubrir cuál era ese toque que las hacía irrepetibles.
    Ella se encierra en la cocina una vez por semana para preparar la masa. A su llamada yo entro diligente y escucho siempre la misma orden: “ya las puedes preparar para hornear”, me conmina señalando la bola blanquecina y tierna, como un queso, que reposa sobre la encimera de mármol junto al rodillo de amasar. En eso consiste toda mi colaboración, en ir dando forma a las pequeñas porciones, del tamaño de una nuez, que estiro hasta dejarlas modeladas en finas obleas, cortadas en redondeles con la boca de un vaso de vino. Finalmente las deposito con esmero sobre el papel encerado en la bandeja para hornear. Luego me siento en una silla y me abandono al aroma que emana del horno que consigue estremecer todo mi cuerpo hasta llegar a humedecer mis bragas.
    Por más que le pregunto, y a pesar de la confianza que hay instalada entre nosotras tras los largos años de convivencia en soledad, ella siempre se niega a revelarme el misterio. Yo le razono que el día que ella ya no esté se perderá para siempre ese sabor inconfundible, la textura crujiente de tan maravilloso manjar, pero no cede: “No tengo descendientes, así que me llevaré el secreto a la tumba”. En mi obsesión llegué a controlar todos los ingredientes posibles que podía utilizar entre los que teníamos en la despensa pesándolos previamente en una balanza de precisión, y una vez que ella abandonaba la cocina comprobaba si alguno de ellos había mermado. De esta manera pude descubrir qué comestibles utilizaba. No tenían nada de especial: harina de trigo, un huevo, cinco gramos de mantequilla, tres cucharadas de azúcar blanca y la raspadura de un limón. Sabía que también añadía una pizca de sal y unos polvos de canela o quizás unas gotas de vainilla, estos últimos eran lo más difícil de controlar.
    Muchas noches, después de acomodarla en la cama, dejándola en la mesilla una bandeja con su vaso de leche y un platito con las preciadas galletas, bajaba a la cocina donde he pasado incontables horas en vela intentando una y otra vez recrear el maravilloso manjar, pero fracasando siempre en el intento. Hoy me he puesto seria, la he exigido por última vez que me desvele el enigma que me está volviendo loca. Ella se ha negado: “me lo llevaré a la tumba”, ha vuelto a afirmar con rotundidad. Así que, como cada noche he dispuesto la bandeja sobre la mesilla, con su vaso de leche y su platito de galletas, pero esta vez he sido yo quién ha añadido a la masa un ingrediente secreto que ella nunca llegará a conocer, una dosis de su ansiolítico favorito finamente molido y calculado para que se cumpla su más ferviente deseo, llevarse a la tumba su atesorada receta.

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  64. ¡A mi plim!

    Abri la puerta y allí estaba ,el ramo que con todo el cinismo me había regalado este año por nuestro 20 aniversario ,yo lo había dejado en el precioso jarrón de cristal encima de la consola roja, de diseño italiano, que habíamos elegido juntos, antes de irnos a vivir a la nueva casa y así lo podíamos ver nada más entrar. La casa estaba adosada a la de una atractiva vecina de edad indeterminada , que era tan detallista y acogedora ,que al mes siguiente de mudarnos ,mi pareja estaba más tiempo en su casa que en la nuestra ,que si un arreglo por aquí ,que si un café por alla , así un día tras otro ,se inició una relación vecinal con derecho a roce y algo más que yo intentaba ignorar y no darme por enterada para evitar discusiones inútiles por eso de las apariencias y la dignidad ,que no servirian para nada más que complicar una buena convivencia .
    Un día llegué a casa mucho antes de lo habitual y los vi enroscados como dos anguilas viscosas , me pareció de lo más lógico tal y como estaban las cosas; estupendo me dije ,un calentón en la cuarentena ,no va acabar con mi joven y plácida vida , además , se lo voy a poner fácil a los dos ,les dejaré su espacio ,yo pondré mucho amor en los fogones que es otra de mis mejores habilidades para las conquistas del estómago y sus placeres ,y ellos que se enrollen cuanto y como quieran .A mi plim!! Si sabré yo lo que hay detrás de un revolcón .
    Regalos , flores, abrazos y besos nunca me faltan en casa ,y estupendos viajes de aventuras maravillosas con mis amigos tampoco , asi todos contentos !que el mundo siga girando! ! Y yo con el ! Además compartir puede llegar a ser de lo más atractivo y erótico para una voyeur!!

    Pilar

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  65. Dulce despertar…a veces

    ¡Ni una mísera galleta! !
    ¡No quedaba ni una!
    Por encima habían dejado ahí el paquete vacío y al cogerlo se esparcieron por todo el suelo las pegajosas migas que habían sobrevivido a la acometida
    Me hice un café bien cargado y me abstuve de dirigirme a ningún habitante de la casa ya que dicen que me levanto especialmente enervada.
    Se creerán sin culpa…. ni una galleta
    Me fui directa al supermercado en busca de algo que atemperase mi furia.
    Recorrí los pasillos contemplando los atractivos paquetes de galletas virtuosamente colocados, allí me esperaban las rellenas de principesco chocolate con ese infante de melena tan cursi, las del nombre de la caótica ciudad italiana con su nostálgico sabor a canela, las redondas de toda la vida con un nombre tan común como su sabor.Pero yo buscaba algo especial, necesitaba enmendar el día que tan mal había empezado, es entonces cuando advierto que en una estantería separada del resto, un montículo primorosamente ordenado me llama. Cojo un paquete, temerosa de provocar un derrumbe y me deleito con su vitreo celofán ámbar envolviendo unas pequeñas galletas etéreas, como suspiros, que iluminan mi paladar, la coloco en el cesto con delicadeza y vuelvo a casa con mi tesoro.
    Llegué al garaje, bajé la bolsa del maletero y al apoyarla el paquete de galletas se deslizó hacia el suelo,justo en el momento en que iba a recogerlo Jaime, con su monopatín se precipitó sobre él dejándolo como un exquisito paquete de pan rallado.

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  66. Nueva vida

    Abrí la puerta y allí estaba y allí seguía y seguía
    Era una presencia.
    Sin un cuerpo presente,pero eso sí, esencia portaba
    Cada día un putrefacto olor nos recibía al entrar en casa,confié que nos abandonaría sin más pero no fue así. Tendría que localizarlo ya;extinguirlo y por supuesto ventilar bien si no queríamos morir en el intento.
    Fui categorizando la intensidad del efluvio abriendo puertas. Abrí la del baño y el olor se atenuaba. Abrí la de la habitación de Juan y la pestilencia ya inundaba el aire con fervor.Abrí la puerta contigua, que era mi cuarto y allí la densidad del tufo se palpaba.
    Como un hurón fui rastreando su estela hasta llegar al altillo del armario donde casi desfallezco tanto por la pestilencia, como por los dos hallazgos que allí me esperaban Uno era el causante de la fetidez : un minúsculo e inmóvil roedor, descansando eternamente panza arriba y el otro fue el que rescató mis recuerdos ya enterrados: mi traje de novia, que con tanta ilusión había comprado y lucido, convencida de que con él inauguraba una alegre vida de valses y fulgor pero con el pasar de los años se transformó en una fúnebre convivencia y sustituyendo a la danzarina balada un vulgar hablar violentaba mi sombrío vivir.
    Baje las dos rémoras, a uno le di tierra y al otro aire y una nueva vida .
    Me lo probé y supe que todos aquellos volantes como merengues, tan pasados de moda, y un maquillaje adecuado serían el atuendo perfecto para la ocasión : el baile de Halloween!
    Me colé en la fiesta convertida en la novia cadáver, el pequeño ratoncillo,antes de tan triste final, había hecho un gran trabajo de desconfeccion, los agujeros eran perfectos

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  67. AMOR Y FAMILIA

    Abrí la puerta y allí estaba ella, hermosísima como siempre.
    También estaba su padre, con el “Marca”.
    Y su madre, ante la tele, viendo Gran Hermano.
    Y su abuela manejando unas amenazadoras agujas de calcetar.
    Y su hermano, Manolito, encañonándome con una pistola de rayos láser ultra cósmicos.
    Y, gruñendo sobre la alfombra, “Bismark”, el bulldog alemán que me la tenía jurada.
    Cerré la puerta, arrojé el ramo de flores por el cañón de la escalera y antes de que la lluvia de pétalos amarillos aterrizara mansamente en el portal, ya huía yo, despavorido, calle abajo.

    LOS DOS LADOS DEL CRISTAL (HISTORIA IMPROBABLE)

    Abrí la puerta y allí estaba. Tal como me esperaba, traía adherido a sus ropas, casi harapos, y a sus zapatos cuarteados todo el sedimento del horror, del ulular de los proyectiles, del polvo de los escombros, de la sangre, del odio, del desaliento y del sudor frio del miedo.
    Le hice pasar. Le mostré mi bien surtida nevera. Mi guardarropa. El mueble bar. Los termostatos de la calefacción y del aire acondicionado. Finalmente le mostré como utilizar el mando a distancia de la tele, el mágico artefacto al que yo todos los días me acercaba incrédulo para tocar con las yemas de los dedos la superficie del cristal, para asegurarme de que estaba a salvo, de que las imágenes de horror que mostraba estaban al otro lado, tan solo oscilaciones de color en las moléculas que constituían la pantalla de cristal líquido.
    Finalmente, le entregué las llaves del apartamento y me fui.
    Tenía un billete para ocupar su lugar en el teatro del horror, del ulular de los proyectiles, del polvo de los escombros, de la sangre, del odio, del desaliento y del sudor frio del miedo.
    Al otro lado del cristal.

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  68. El heraldo

    Abrí la puerta y allí estaba. El corazón comenzó a golpearme en el pecho como caballo encabritado, la boca se me hizo desierto. Él alzó el brazo presentando ante mis ojos su dorado báculo alado con dos serpientes entrelazadas. No hizo falta que pronunciara su nombre, al momento supe quién era: Hermes, el heraldo de los imperfectos dioses, pero dioses al fin y al cabo.
    — No te esperaba en esta casa —pude al fin balbucear intentando proteger con mi cuerpo el umbral del hogar.
    — ¿Acaso ignorabas que ya estaba en la ciudad? Sabes, he cruzado los océanos y las montañas, he llamado a todas las puertas y no encontré a nadie que quiera prestar atención al mensaje que os traigo. Todos me toman por un emisario sombrío y fatídico. Allá donde voy soy expulsado sin compasión alguna y furiosas jaurías de perros me persiguen. Solo soy un embajador, un pésimo diplomático. ¿Tendrás tú el valor de atender a mis palabras?
    Hice un gran esfuerzo para no entrar en pánico y cerrar la puerta con violencia. Conseguí mantener su mirada sobreponiéndome a la pesada carga que sabía caería sobre mis hombros, y con un breve gesto acepté la pátera de vino, ornamentada con hojas de acanto, que me ofrecía con solemnidad. Bebí el amargo trago y me dispuse a escuchar la verdad.

    Inspirado en el poemario "Los heraldos negros" (1919) de César Vallejo.

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  69. HOLA. EL RELATO SIGUIENTE ES DE LOLI VILAMEÁ. TENGO EL HONOR (Y NO ES RETORICA) DE PUBLICARSELO.

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    1. Moitas grazas, Robespierre, sempre tan amable.

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    2. Acabo de comprobar que si me deixa publicar se escribo directamente. Curioso, non

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  70. A avoa

    Marusía pasaba moitas tardes coa súa avoa, con ela ía ao parque, ao cine, á praia. Os luns era o día de cociñar. Marusía batía ovos, azucre e fariña, xuntas facían círculos que a avoa enfornaba ata que estaban dourados, do forno saían unhas galletas riquísimas que gardaban nunha lata amarela. A avoa dicía que esa lata de Cola-Cao estaba tan vella e escacharrada coma ela.
    Marusía quería moito á avoa. Non a vira desde a semana anterior así que se puxo moi contenta cando a nai dixo que pola tarde ían visitala. Esa mañá, foi coa nai ao súper. Agora, que xa sabía ler, gustáballe dicir en voz alta os nomes das cousas que había nos andeis. Mamá, mamá, mira! Galletas María, María... coma min e a avoa. Aínda que a ela lle gustaba moito máis cando a chamaban Marusía, dicían que tiña os ollos da cor do mar e era revoltosa como a mar brava.
    Pola tarde ao entraren no hospital un paquete de galletas acompañábaas. A nai dixo –tes que te portar ben e non molestar a avoa cos seus brincos- A avoa abriu os beizos e a mirada nun sorriso cando Marusía lle deu en bico.
    - Que alegría Marusía. Cantas ganas de te ver. Que me dás? Un regalo? Oh... Galletas! María!, como ti e mais eu. Abrímolas? Toma, come ti a primeira, eu a segunda. Gardamos as outras para mañá?
    Ao día seguinte a mamá choraba e estaba moi triste, contoulle que a avoa marchara ao ceo. A mamá trouxo as cousas da avoa, alí viña o paquete de galletas. Marusía colleuno, bicouno, meteuno na lata de Cola-Cao e gardouno no armario do seu cuarto.
    Cada día collía unha, antes de comela dáballe un bico, mais notou que estaban a lle faltar galletas, alguén llas estaba comendo. Colleu a lata e escondeuna entre os xoguetes, pero, igual, as galletas seguían desaparecendo.
    Ao cabo duns días atopou dentro da lata un papel. Colleuno e leu en voz alta:

    Querida Marusía, sei que estás un pouco enfadada porque che faltan galletas, non te enfades. Tiven que marchar, pero non podía facelo ata non compartir coa miña neta querida o regalo tan bonito que me trouxeches. Cada día que bicabas a galleta eu recibía o bico na meixela, eu acompañábate e imitábate, collía unha galleta dáballe un bico para que ti o recibises na túa meixela e comíaa ao mesmo tempo ca ti. Agora quero que lle deas un bico e comamos xuntas a última galleta, así poderei marchar feliz. Quérote moito, lévote no meu corazón.

    LOLI VILAMEÁ

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  71. En mi valor está mi honor


    Sentíamos a los guardas cada vez más cerca. Los fuertes ladridos rompieron el silencio traicionero de la madrugada. Y nosotros corríamos, corríamos. Marco delante y yo detrás siguiendo el paso que me abría entre las zarzas. Quise hacer una breve pausa para recobrar el aliento pero mi hermano, tirando bruscamente de mi muñeca, me lo impidió. "En mi valor está mi honor", me dijo con ímpetu para recordarme nuestro promesa de fidelidad al Capitán Trueno.

    "Vendré pronto" nos había dicho nuestra madre antes de subir al autocar que llevaba a la capital. Encontraría un buen trabajo, una casa para nosotros y la promesa de no pasar más hambre. De eso hacía ya meses. Pero no volvimos a saber nada de ella. "Mejor para mí" me dijo Marco, “Ya no leeré más esos aburridos salmos antes de acostarme”. Llegó el día que dejamos de estar tristes por ella, ahora lo que nos hacía llorar era el vacío de nuestros estómagos. Así que empezamos a aprovechar la misa de los domingos para entrar en las casas vacías de los feligreses y llevarnos algo más a la boca que setas y bellotas. Pero en la mañana de ayer, mientras bajábamos los escalones de la hacienda de Don Herminio, fuimos descubiertos por su mujer llevando Marco una gallina muerta entre sus manos y yo un saco de patatas de su huerto.

    El violento temporal seguía azotando nuestros livianos cuerpos. Ahora, fuera del resguardo del bosque, nos sentíamos indefensos. Sabíamos que si nos apresaban nos llevarían al orfanato. "Vais a ir a la cárcel de niños vagabundos y maleantes" nos decía el párroco desde que dejamos de asistir a misa.

    -¡Corre todo lo que puedas! ¡Vamos! ¡Ya estamos ahí! -me gritaba Marco intentando evitar mi rendición.
    -¿Dónde? -le pregunté asustado mientras sentía que recorríamos el oscuro laberinto de la nada.
    -¡Pasando el faro! ¡Allí, en las rocas! -siguió gritando mientras me señalaba con su dedo hacia donde ir.

    La luz del faro nos cegaba a su paso pero el ruido del fuerte oleaje nos guio hasta la costa. Los ladridos nos alertaron de que en cuestión de minutos los guardas nos darían alcance. Sin embargo nunca nos habíamos sentido tan libres. Nos miramos fijamente, nos agarramos con fuerza de la mano y gritamos al unísono "¡En mi valor está mi honor!" mientras saltábamos al mar.

    Mónica

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  72. Hola. Publico a continuación el relato de Loli Vilameá:

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  73. As palabras rotas

    Entro no horto das palabras esquecidas, búscoas, recompoño as palabras rotas para labrar un relato que lerei para ti, no eu oído.
    O tempo, antes breve, será agora eterno, infinito, encherá de caricias, de abrazos, de bicos o baleiro que nos separa e divide en mil anacos. Como e cando nos extraviamos? Onde se agochan os soños perdidos?
    Unha, dúas, tres, silencio... o faro peta nas tebras da noite, incansable, repetitivo, unha, dúas, tres, silencio... E ábrese a porta do amencer e a luz tenue da madrugada entra amodiño. Polas xanelas irrompe un aire violento que varre o po, a escoura que cobre os banzos do camiño que conduce da dor profunda ata o faiado. Alí, no máis alto, os pinceis das nosas mans encherán de cores e de son a paisaxe que encadraremos cun marco sutil, imperceptible.
    Dirás que nos faltou? Faltaron complicidades e sorrisos. Volveremos para curar angustias, feridas. E eu virei cun ramo de narcisos, papoulas e margaridas.
    E os dous labraremos un relato novo, distinto, un relato de castelos encantados, de fadas, de príncipes e princesas.
    E nunca máis, nunca, volverán as palabras rotas, os soños perdidos.

    Horto
    Lerei
    Breve
    Baleiro
    Onde?
    Faro
    Madrugada
    Violento
    Banzos
    Marco
    Faltaron
    Virei
    E
    Nunca



    LOLI VILAMEÁ

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  74. Huerto – leeré – breve – vacío – ¿dónde? – faro – madrugada – violento – escalones – marco – faltaron – vendré – y – nunca

    ESPERANDO LA ULTIMA OLA

    En noches de zozobra como esta me gusta tumbarme en las rocas musgosas al pie del faro, al borde de las rompientes. Abro mi pequeña mochila repleta de incertidumbres, y allí, muy cerca del violento rugir de la marea, bisbiseo preguntas al otro océano de estrellas sobre mi cabeza, en busca de respuestas con las que llenar el espacio vacío que ocupa el desconocido lugar en que debería estar mi alma. Sé que ellas me aman e incluso entienden mi lenguaje. Y sé que me responden. Pero yo, insignificante naufrago chapoteando en esta inmensidad cósmica, no puedo entender el suyo. ¿Dónde se esconde este sarcástico dios que nos ha dado este cielo infinito y nos niega la compresión de su lenguaje? Ya muy entrada la madrugada, el giróvago cono de luz del faro que con rítmicos intervalos vuela sobre mi cabeza y el zumbido de su linterna, me devuelven, tras mi breve e ilusorio intento de dialogo con el absoluto, a esta doliente tierra. Entonces permanezco sobre la roca esperando la última ola de la pleamar. Pero esta noche, faltaron unos centímetros. Tampoco esta vez sabré si la nada y el absoluto son la misma cosa.
    Con el reflujo, empapado en espuma, trepo los húmedos escalones del acantilado que me llevan al faro. Paso ante el huerto que, a despecho de la voracidad de las aves marinas, ella, inasequible al desaliento, cultiva con amor. Apoyo mi mano aterida en el marco de la ventana. A través de la bruma del cristal mis ojos acarician la serenidad confiada de su sueño. (Yo le había mentido: “Vendré pronto”). Entro. Me despojo de mis ropas empapadas y ya en el lecho, abrazo su tibio cuerpo. Mi mano bajo su seno izquierdo. Mi oído pegado a sus labios. Ella nunca me cierra las tapas del libro de sus sueños: sé que los leeré esta noche en los latidos de su pecho y en el perfume de su aliento. Tal vez su pequeño universo de sueños contenga todas las respuestas. Tal vez nunca más descienda al acantilado para esperar a la última ola.

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  75. PERDIDO


    Cuando ocurrió aquel violento e inesperado accidente, lancé un mensaje de socorro dando mis coordenadas, pero sin mucha esperanza, pues a la vista del embravecido mar, sentí que no podría salir vivo.
    Como llegue a la playa es algo en lo que no quiero pensar, pero su angustioso recuerdo me persigue. Algunas madrugadas despierto agitado, con sensación de falta de aire y un frio extremo que sujeta y paraliza mis brazos y piernas.
    Recuerdo bien, en cambio, cuando un niño y su perro me despertaron, tendido sobre aquel exuberante y florido huerto en el que crecían vegetales y arboles cargados de frutos. Cuando alertados por el crio llegaron los demás, me llevaron a una de sus cabañas y me dieron agua y comida. Me cuidaron con celo hasta que me hube restablecido.
    Nunca terminare de entenderlos y creo sinceramente, que ellos tampoco me entienden, aunque traten de ocultarlo. Son buenas personas, pero algo toscos y primitivos.
    Al principio y durante un breve periodo de tiempo, sentía que me rehuían, como si me tuvieran miedo, tal vez por ser algo mas alto y fuerte. Que no entendieran mi idioma también pudo influir. Pero jamas me faltaron abundantes muestras de su hospitalidad.
    Hoy no ha habido suerte, pero se que mañana vendré de nuevo. Volveré a subir los escalones que conducen al pie de la montaña. Me sentaré sobre los restos del antiguo faro, pensando si mi mensaje de auxilio fue recibido por alguien, si algún día aparecerán para rescatarme. En fin, si puedo tener alguna esperanza en este marco de desamparo.
    Durante toda la noche leeré el mapa de las estrellas. Intentaré situar en el aparente vacío interestelar la posición de Corellia, de mi hogar. Se que está allí. Pero ¿Donde?.

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  76. La roulotte de libertad
    Cómo explicar ,que se sentía atada ,ahogada en ese gran espacio lleno de luz y confort ,como decirle que necesitaba cambiar continuamente ,de paisaje de entorno ,de vecindad ,que ya nunca podría pertenecer a nada ni a nadie .
    No podía despedirse ,sin dañarla ,sin menospreciarla ,mejor se iría en silencio ,como el caracol ,sacaría sus cuernos y se deslizaria silenciosa por su propia baba ,dejando un rastro brillante sobre el césped donde las ruedas de la roulotte se hundirían abriéndose hacia un nuevo y desconocido destino .
    La roulotte,era su refugio desde que la había adquirido aquella tarde ,cuando por fin decidió dejar atrás todo lo convencional ,trabajo familia y amigos
    Había elegido la más pequeña :cocina ,salón dormitorio y ducha ,suficiente para ella ,sin espacio para nadie más .Nunca más se dejaría poseer ,ni maltratar ,lo perdió y lo ganó todo el mismo día que se decidió a comprar la caravana .
    Solía desplazarse a ciudades con mar en invierno ,y a la montaña en verano ,no sé consideraba antisocial ,pero huía de la muchedumbre .Su físico y atractivo aspecto le proporcionaban fácilmente trabajos y revolcones en esa reducida casa ambulante, sin miedo a caer en la rutina ,ni tener que demostrar nada ,ni siquiera en esta ocasión ,que había sucumbido a los encantos y amorosos ronroneos de la bella fotógrafa de paisajes , que la había invitado a dejar su roulotte, en el precioso jardín de su magnífica casa llena de comodidades .
    No sucumbiría , ya nadie más la doblegaria .
    Entró en su casa rodada y aferrandose al volante puso rumbo a la libertad .
    Pilar

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  77. LA ROULOTTE

    30 grados a la sombra. Agosto en Benidorm y Pedro en la roulotte. “Ahora lo que se lleva son la autocaravanas” le había aconsejado Manu. “Hay que sumarse al progreso Pedrito” le estuvo insistiendo durante semanas su amigo y compañero de profesión. Sin embargo, por muy en auge que estuvieran estos habitáculos, Pedro se sentía ahí dentro como sardina en lata. Echó un vistazo a su alrededor. Toallas mojadas, almohadas tiradas, peluches por el suelo. Siguió buscando esta vez debajo de las camas. Pero lo único que se llevó fue un fuerte cabezazo al levantarse. “Entre tanto desorden es imposible encontrar nada“ se dijo agotado mientras sentía que empezaba a dolerle la cabeza. “Focaliza Pedrito, focaliza” recordó el consejo de Manu para momentos difíciles. Solamente localizó entre todo ese caos unas Ray-Ban al lado de la Nespresso. Así que se las puso como diadema y salió de la roulotte.

    A su alrededor todo estaba tranquilo. En el camping a esas horas había menos ruido que en un cementerio. Pero de repente, como salido de la nada, un chihuahua negro le ladraba mientras intentaba arrancarle el pantalón.

    -¡Lolo, Lolo, deja al señor tranquilo! -gritó una señora desde la caravana de enfrente-. No se asuste, no hace nada -le intentó tranquilizar la mujer mientras Pedro veía en ese chucho al mismísimo Satanás.
    -¡Ay! Perdone, por favor. Es un pedazo de pan, no haría daño ni a un ladrón -se disculpó la mujer mientras agarraba cariñosamente a su chihuahua.
    -¡Señora, los perros deben estar atados! – le contestó enfado dando por zanjada la conversación.

    Pedro salió sigilosamente del camping. Esa tarde de trabajo había sido un auténtico fiasco. “Sólo me llevo unas viejas Ray-Ban, un buen chichón y casi me quedo sin pantalón” se dijo sintiéndose profundamente decepcionado. “Por muy de moda que estén las roulottes ahí dentro no hay nada bueno que robar” pensaba decirle a Manu esa misma tarde. “Los tiempos habrán cambiado pero yo sigo siendo un ladrón chapado a la antigua. Tal vez me haya llegado la hora de cambiar de profesión” reflexionaba Pedro mientras se daba un chapuzón en el mar.

    Mónica

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  78. LA FOLLONETA


    Tuve un sobresalto al verla anunciada en aquella web. Me asaltaron recuerdos de una época en que aquella preciosidad poblaba nuestros sueños adolescentes. La conocimos por las películas americanas.
    Aquellas maravillosas furgonetas Volkswagen tuneadas. Con flores y emblemas pacifistas en su carrocería, almohadones y colchones hinchables en su interior. Vamos lo que todo el mundo dio en llamar follonetas.
    Yo buscaba una auto caravana en alquiler para pasar con Laura unas cortas vacaciones. Nuestra relación no pasaba por su mejor momento y aquello me pareció una buena idea. Pensé que esa furgo nos recordaría días mejores y sin dudarlo la alquile.
    Al principio todo fue como imagine, hablábamos mucho, bueno hablaba ella, yo escuchaba y hacia todo lo posible por interesarme en su ultimo trabajo. El problema es que acababa perdiéndome en aquella terminología leguleya y ella lo notaba.
    Fue hoy cuando todo se altero. Al filo de la madrugada comenzó a llover, primero mansamente, para luego arreciar y acabar en un autentico diluvio. Se levanto un fuerte viento que nos zarandeaba, lanzándonos de un lado a otro.
    Repentinamente el vehículo se movió, el viento y la lluvia nos arrastraron ladera abajo. Fuimos golpeando contra algunos arboles y dando vueltas de campana en dirección al rio.
    Por la ventanilla alcance a ver otras caravanas, tiendas de campaña y personas arrastradas por la corriente torrencial. Parecía como si todo el camping nos acompañara en aquel desenfrenado descenso.
    Laura recibió un fuerte golpe en la cabeza y quedo sangrando y gimiendo encogida en un rincón del fondo junto a los restos destrozados de la guitarra.
    Intente ayudarla pero no podía mover las piernas, sentía un fuerte dolor en la espalda, pero de cintura hacia abajo es como si mi cuerpo hubiera desaparecido.
    Ahora, el ensordecedor rio nos arrastra sin compasión hacía nuestro final. Laura dejo de gemir hace unos minutos. La llamé, pero desconozco si fue capaz de oírme o ya había muerto.
    Ahora eso no tiene importancia, El agua ha cubierto por completo su cuerpo, al tiempo que avanza inexorablemente hacia mi, mientras nos hundimos de forma irremediable en la caudalosa corriente.

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  79. Inspiración

    La línea discontinua del asfalto durante cientos de kilómetros se le antojó una metáfora de sus últimos meses, tras una vida de rutina y línea continua por fin estaba viviendo como siempre había ansiado, puede que no fuera ni muy moral ni muy legal pero sí era muy real
    Llevaba una vida que en su pasado la calificaría de disoluta pero que ahora le parecía fascinante, hacía lo que le daba la real gana, y si por el camino tenía que solucionar asuntos que enturbiaban su deleite, no dudaba en actuar. Ahora mismo estaba poniendo distancia al último percance, otro jovenzuelo convencido de que podía engañar a una vieja incauta, ¡a ella, que ya no temía a nada ni tan siquiera a la ley, ni a la compasión!
    Su trabajo había sido gris y metódico al igual que gris era su casa y su vida. Cada mañana se levantaba al amanecer para agonizar en aquella oficina aburrida, trabajando por un salario miserable, para luego llegar a casa y aburrirse lo inimaginable, al final el descubrimiento de aquel mal que se presentaba como una desgracia había sido el disparo de salida.
    Y asi con su radiante roulotte y ligera de equipaje recorría el mundo viviendo al límite, el precio daba igual ¿cuál era el riesgo? ¿morir?
    Todavía se reía recordando aquel atraco tan loco, disfrazada y con disparos al aire, había resultado muy fácil que en una pequeña tienda de pueblo le diesen toda la recaudación inmediatamente, suerte que se mantenía ágil y podía salir corriendo. Pero ahora tenía ya una lista muy larga de penitencias y comenzaba a ser difícil esquivarlos.
    Al llegar aquí se detuvo, dejó de escribir. La historia se le estaba escapando, no sabía como seguir, todo llevaba a un final demasiado manido, una road movie con una protagonista loca, vieja y ávida de aventuras que roba y mata sin mirar atrás… lo releyó, lo repensó y siguió discutiendo consigo misma, volvió a decirse que además de loca era tópica pero aún asi le gustaba mucho.
    No, no la mataría ni la suicidaría hay finales mejores .
    Cerró el cuaderno y salió fuera, observó su adorada roulotte y se le escapó una sonrisa al recordar la frase que siempre decía su viajera abuela: "De las vidas arrastradas la del coche es la mejor"

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  80. HEY JOE (ROAD MOVIE)

    Esta es la historia de Joe. Veterano del Vietnam y parado de larga duración. Un tipo resentido. Aunque aparentemente tosco, era dueño de una brillante, aunque un tanto intransigente, dialéctica. Un día cayó en sus manos “En el camino” de Jack Kerouac”. Entonces se compró una destartalada autocaravana. Abandonó el mísero Downtown de Los Ángeles y se largó a “correr mundo”. “Tiraré hacia el norte” se dijo. En San Francisco recogió a un viejo hippy, desvencijada reliquia de los años del ácido lisérgico. En el camino tuvieron sus discrepancias. El aroma florido del verano del amor y el eterno olor a napalm instalado en el órgano olfativo del exsoldado no maridaban bien. Al final se impuso la dialéctica de Joe. En Portland Oregón recogieron a una chica, activista sindical despedida de la Intel Corporation, y con ganas de ver mundo. Pronto surgieron diferencias de opinión. El ideario izquierdista de la mujer chocaba con el odio antibolchevique del ex marine. Al final prevaleció la firme dialéctica de Joe. En Seattle se les sumó un frustrado músico grunge, bastante colgado. Sus delirantes diatribas antisistema irritaban profundamente a Joe. Los incoherentes balbuceos del jovenzuelo fueron rápidamente acallados por su inflexible dialéctica. En Vancouver pasó a engrosar la tripulación de la autocaravana un pescador de salmones. Marinero en tierra, era un pacífico viejo de acuosos ojos azules que se pasaba el día rememorando, melancólico, las gélidas costas y los estuarios de los ríos de su perdida juventud. Esto deprimía a Joe. Se lo explicó con delicadeza, consiguiendo con su convincente dialéctica acallar su lacrimosa verborrea. “Siempre hacia el norte” sentenciaba animosamente Joe de vez en cuando. Nadie se opuso. Al fin y al cabo, él era el conductor y todos intuían que el frio era el clima más adecuado para su condición de exiliados del mundo y su odiosa civilización. Mucho más hacia el norte, cruzando la inmensidad forestal de Columbia, se agregó a nuestro abigarrado grupo de viajeros un leñador, harto de la verde cerrazón de los bosques y ávido de descubrir nuevos horizontes. Pronto comenzó a mostrarse como hombre de carácter rudo y prepotente, hasta que Joe tuvo que bajarle los humos con sus imbatibles argumentos.
    Continúa…

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  81. …Continuación
    Ya comenzaba el invierno cuando llegaron a las heladas riberas del Yukón. Una placida noche boreal en la que vivaqueaban en la orilla del gran rio, Joe, sentado en el porche de la caravana, vio cómo se aproximaba un trineo. Sobre el blanco de la nieve resaltaba el característico color rojo de la casaca de la Policía Montada. “Ya ve que somos gente tranquila, sin problemas” argumentó Joe, señalando al resto de los viajeros en el interior del vehículo, ante la mirada inquisitiva del policía. Pero este no se mostraba nada conforme con el variopinto aspecto de sus ocupantes. Entonces, Joe no tuvo más remedio que hacerle entrar en razón – “aquí no pasa nada, agente, no pasa nada” – utilizando por sexta vez su indiscutible dialéctica. Luego introdujo al uniformado en el interior entre el mudo estupor de los otros viajeros. Volvió a sentarse en el porche e, insomne, fumó un cigarrillo tras otro, disfrutando del silencio bajo la danza multicolor de la aurora boreal. Ya muy entrada la madrugada vio aproximarse, saliendo de entre los arboles una sombra que caminaba hacia la caravana. “Joder, vaya noche de visitas”. Era un enorme oso grizzly. Cuando el animal estaba a cinco metros refunfuñó: “Vaya, también tendré que argumentar con este”. Tomo el revólver del 45 que descansaba en el escalón del porche y disparó. Pero el percutor emitió un blando clic metálico en la recamara vacía. “Ostia, claro – suspiró – me he quedado sin argumentos. Fin de trayecto…” y se abalanzó a fundirse en un estrecho abrazo con el inesperado visitante nocturno.
    A través de las ventanillas de la autocaravana seis inmóviles pares de ojos, con las pupilas cubiertas de escarcha, contemplaban con gélido regocijo, como el animal arrastraba el cuerpo destrozado de aquel implacable maestro de la dialéctica, hasta perderse entre los abedules de la noche ártica.

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  82. Viaje sin retorno.

    La carretera se estira ante nosotros en un trazo rectilíneo que reverbera en absurdas quimeras. Eloy conduce con la mirada alerta, las manos firmes sobre el volante. A veces pisa el acelerador sin conseguir deshacer el espejismo al que nos dirigimos, ni alterar el espeso silencio del motor eléctrico del vehículo. Avanzamos kilómetro tras kilómetro a través de un paisaje inanimado. Yo mantengo el mapa de Michelin desplegado sobre mis piernas. A pesar de estar algo ajado, representa con nitidez los elementos de un mundo fielmente detallado: los cursos de agua, las elevaciones del terreno, las vías de circulación. Ese mapa es nuestra única guía. Tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo desde que se lo regalé. Lo encontré en una librería de viejo. Se lo ofrecí envuelto en un bonito papel adornado con un lazo, diciéndole con retintín: “por si falla el sofisticado sistema de posicionamiento de tu maravillosa autocaravana”. En ese momento estaba muy enfadada; la había comprado sin tan siquiera consultarme. Eloy quería darme una sorpresa, ¡vaya si me la dio! Hasta entonces había disfrutado de nuestras exclusivas vacaciones. Siempre alojados en los mejores hoteles. Nunca me había planteado vivir en una autocaravana, por muy lujosa que fuese. Ahora este receptáculo es nuestro hogar.
    Intento no rememorar el pasado durante las largas horas de viaje. Pero no puedo evitar las ráfagas de imágenes que se adueñan de mi mente. Todo sucedió muy rápido. La situación se descontroló. Las alarmas sonaron incesantes. Se desencadenó el desastre: el cielo se cubrió de un rojo violento, la temperatura subió hasta casi deshidratarnos. La única opción fue huir, abandonarlo todo. Seguimos sin poder constatar si esas bombas de neutrones, capaces de destruir todo vestigio de vida, han desencadenado el fin del mundo que conocíamos. Nuestra única alternativa es continuar este éxodo. Sin mirar atrás. Sin saber que esperar. Sin cruzarnos con ningún otro ser vivo, hasta el momento. Cuando llega la oscuridad Eloy aparca la autocaravana en la cuneta. Entonces pliego el preciado mapa y lo guardo. Los dos giramos nuestros asientos anatómicos de cara al reducido y confortable hogar de diseño. Abrimos alguna lata que comemos en silencio. Ya casi no hablamos, ¿qué más nos podemos decir? Luego nos acostamos. Abrazados piel con piel. Amparados en el calor de nuestros cuerpos. Contemplamos el cielo estrellado a través del acristalado techo panorámico, hasta que el sueño, vacío de sueños, nos invade.

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  83. Al-Haram

    Cómo todas las mañanas Matilde se había levantado con el estómago revuelto, preparó su desayuno sin ganas, lo tomo con desconfianza y de nuevo a las trincheras para ganarse las habas como diría su madre.
    Mientras caminaba hacia la parada del autobús, maldecía haber nacido en esa ciudad tan calurosa en verano y fría en invierno, no entendía a que venían tantos visitantes y de tan lejanos países. Hay gente que no sabe cómo gastar su tiempo, a esos les dejaba yo una hora mi mopa y ya verían que bien se lo pasaban.
    Esa noche la novela de Corin Tellado que estaba leyendo, no le gustó mucho, acababa mal, y para acabar mal ya estaba ella encasquetada en su uniforme, con su fregona dando brillo al mármol de aquel patio tan pisoteado y frecuentado.
    Cualquier día me lo monto yo y me disfrazo de mora y cobro a quien quiera hacerse fotos conmigo.
    Y vosotros -que miráis - estaréis aburridos ahí siempre igual, quietos, prisioneros de la historia, menos mal que me tenéis a mí, que os doy un poco de conversación, y os refresco cada día para que aguanteis este quemazón solariego.
    Sultán, hoy te veo algo sudoroso, seguro que Aramys te estuvo rugiendo sin tregua y tú sufriendo por ella, pobre Sultán... triste destino el tuyo como el mío, no puedes moverte y Aramys es tan coqueta, pero puedes estar tranquilo,que ni Rustan ,ni Sirius, ni Karat, ni Gray, podrán poseerla nunca, yo no les dejaré.
    Esta noche volveré a vestirme con mis mejores galas y solo te rociaré a tí con mi dorado y mágico espray y envueltos en hechizados y maravillosos destellos volaremos hacia Al -Haram, lo prohibido, y al Yannad - el paraíso- ...
    -Matilde, espabila que ya viene otro grupo.
    Pilar

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  84. Martes y trece Irene está enfadada ¿Una Brigada especial de Limpieza? Pero, ¿que se cree esta gente que viene de Madrid?, ¿que sabrán como se limpia bien este suelo, como se frota esta piedra? Que se lo digan a ella que lleva casi 30 años haciéndolo, y que las manchas de sangre son muy malas de quitar, de ahí lo de las horas extra. Mira de soslayo en el suelo, el tríptico del museo aunque conoce a la perfección la historia, tras tantos y tantos ciclos de charlas vividos parapetada tras su cubo y su mocho, pasando desapercibida. Mientras se concentra en hacer la mezcla adecuada en su cubo como una alquimista de la limpieza, piensa en la ironía de que la representación se centre en la venganza personal de un hombre (por muy sultán que fuera) debida a las aventuras amorosas de su mujer y ahora, cientos de años después, un pequeño despiste con el atrezo; el puñal falso usado en la representación cambiado en el momento oportuno por uno real; el actor principal de la función pidiendo un voluntario entre el público y al final un pobre hombre muere degollado. Boabdil asesinó a muchos porque su mujer tenía aventuras con otro, pero en este caso, todo había sido orquestado por la mujer de la víctima que harta de verse arrastrada por su marido a todas esas visitas culturales que sin interés alguno para ella decide acabar por lo sano, saboreando la ansiada libertad para dedicar su tiempo libre a aprender a bailar bachata de una vez por todas. Mientras frota, Irene sigue pensando: si es que un evento en martes y trece no es buena idea, siempre ocurre una desgracia, como aquel día de 1998, cuando aquella señora se resbaló y se desnucó contra la cabeza de uno de los leones de la fuente...si es que estas cosas pasan porque le pisan lo “fregao”.

    Bárbara

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  85. EL ULTIMO CUENTO DE SHEREZADE

    “Entonces el circulo de leones cobró vida y el cristalino surtidor de la fuente que custodiaban se trocó en un viscoso chorro de sangre. La desbandada de la tripulación fue inútil. Uno tras otro fueron pereciendo devorados por las marmóreas fauces. Tan solo Simbád pudo salvar la vida. No por la inútil huida que pudieran proporcionarle sus cansadas piernas de eterno viajero, sino por el brillo de sus ojos. Porque, ya con las fauces abiertas sobre su garganta, los opacos ojos de alabastro del animal sintieron una envidiosa piedad ante el brillo de los suyos: “No puedo acabar con la vida de un hombre que lleva ese firmamento de amor en los ojos. Anda, vuelve a tu casa y descarga esa lluvia de estrellas en el cuerpo de tu afortunada mujer”
    Y él obedeció. Aquella noche hizo el amor a Aisha con más pasión y ternura que nunca.
    “Has saber decirme el significado del intrincado jeroglífico que representa el estucado sobre tu cabeza. Si no lo haces esta cúpula octogonal se desplomará sobre ti y perecerás”. Él, angustiado se sintió morir. Imposible descifrarlo. La carcajada del espíritu de la Sala de los Abencerrajes lo saco de su pavoroso ensimismamiento. “No tiene significado, bobo. Anda, vuelve a tu casa y búscalo en las húmedas gotas de rocío que perlan el vientre de tu amada en estas cálidas noches de verano”
    Y él obedeció. Aquella noche hizo el amor a Aisha con más pasión y ternura que nunca.
    “Esta noche el minúsculo navío de Simbád navegaba al pairo en las tranquilas aguas del cuenco de alabastro. Pero el pavor que le producía imaginar el despertar de las doce pétreas fieras que lo rodeaban le impedía abandonar aquella liquida prisión. Cuando se creía perdido lo vio: sobre el surtidor central en el lugar donde antes borboteaba alegremente el agua había un huevo. Cuando se acercó, la cascara, quebrándose, dio paso un pájaro de la más extraña especie, mezcla de águila y ruiseñor. “Anda – dijo este – abandona tu barco y tus locos viajes, átate a una de mis patas y te llevare a casa. El vientre de tu esposa tiembla en dulces suspiros añorando tus besos, tus caricias y tu virilidad”. Y se lo llevo volando sobre los almendros y fresnos del Generalife.
    Y él obedeció. Aquella noche hizo el amor a Aisha con más pasión y ternura que nunca.

    Las luces y sombras del atardecer, proyectadas por el etéreo bosque de majestuosas columnas nazaríes, excitaban las ensoñaciones de Aisha mientras pasaba la mopa. Invariablemente, cuando volvía a casa tras una agotadora jornada, en su modestísimo lecho conyugal, susurraba con húmedas palabras al oído de Mehmet, su Simbad, un cuento diferente cada noche. Así, aquella Sherezade, empleada de limpieza y aquel Simbad, obrero de la construcción, reeditaban en la quietud de la alcoba, entre suspiros, saliva, gemidos y un tenue temblor de semillas, todos los cuentos de amor de Las Mil y Una noches.
    **************
    “Interrumpimos nuestra programación habitual de la tarde para dar una noticia de alcance. Nuevo atentado terrorista. Esta vez le ha tocado a uno de los más preciados tesoros de la cultura nazarí de nuestro país. Un artefacto explosivo ha destrozado el Patio de los Leones de la Alhambra. Al Qaeda se atribuye la autoría de este brutal atentado en el contexto de su pretendida reconquista de Al Ándalus por el Califato Islámico. Afortunadamente las pérdidas humanas, dado que la explosión se produjo fuera del horario de afluencia de turistas, se reducen al fallecimiento de Aisha Musharraf Bensaid, empleada de origen marroquí, que realizaba labores de limpieza”

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  86. CONSENSO GASTRONOMICO

    Hay que decir de los doce leones de la famosa fuente de la Alhambra, dispuestos como si se tratase del indicador de las horas en la esfera de un reloj, que, aunque aparentemente iguales, cada uno es dueño de su propia idiosincrasia.
    - ¿Qué, nos la zampamos ahora, o la dejamos para la cena de mañana? – propuso relamiéndose el hocico el que ocupaba el lugar de las seis, más cercano a la mujer de la limpieza que, ajena al peligro, desarrollaba su tarea con un esmero digno de mejor salario.
    - Jopé – protestó el que ocupaba el lugar de las siete – que quieres que te diga, es que a mí la comida peruana me produce ardor de estómago.
    - Bueno, dejémonos de tonterías y seamos fieles a nuestra tierra, yo donde esté la dieta mediterránea… – terció desde el otro lado el que ocupaba el lugar de las doce.
    - A mí, que queréis, ya sé que están un poco desprestigiados, pero donde estén los platos chinos… - arguyó modestamente el que ocupaba el lugar de las tres.
    - ¿Y qué me decís del chic y el savoir faire de la gran cocina francesa? – susurró el melifluo felino que ocupaba el lugar de las nueve.
    - ¡Bah, tonterías! ¡No hay nada más sano que la comida japonesa! – bramó el de las once.
    Aunque nadie lo sabe, a pesar de su aspecto tan fiero, los leones (tomad nota prepotentes seres humanos) son individuos dados al consenso. Así que al final, quizá por la mayor energía desplegada por los argumentos del ultimo ponente, la circular asamblea acabó decantándose por la delicada comida japonesa.
    Al atardecer del día siguiente, Aurita Huapaya Choquehuanca, tuvo que comenzar algo más tarde sus tareas de limpieza. El juez de guardia, la policía nacional y la científica habían pasado gran parte de la tarde investigando la misteriosa desaparición de dos turistas. Solo se había encontrado un par de cámaras fotográficas. De los dos japoneses, ni rastro.
    Los leones, impasibles. Como si tal cosa.

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  87. Atemporal
    Malditos sean los sonidos que evocan al pasado ,malditos por recordarte que seguias atrapada, pensabas mientras permanecias allí disfrutando de la misma melodía en la plazoleta donde por primera vez coincidisteis en aquel concierto de jazz , entre humos y copas joven risueña y poderosa irradiando energía seguías el ritmo del vals que se había colado en tu cabeza embrujadote con esos acordes melodiosos que explotaban en tu cerebro .Os mirasteis de nuevo y le sonreíste , su triste respuesta pidiendo socorro con aquellas pupilas centelleantes cómplices de las tuyas ,hicieron mella en lo más profundo de tus alardes de redentora insufrible y sin pensartelo mucho te colgaste de su cuello besándolo apasionadamente dejandolo perplejo en estado de shock, conseguiendo en un segundo la respuesta cómplice a tu plan de sanadora romántica .
    Desde ese día,esa música, esa noche joven y alocada continuó sonando en vuestras tradicionales vidas aportandoles ligereza y atrevimiento ,acompañandas durante años con tus alocadas carcajadas y tú entusiasmo largamente compartido hasta que el maldito sendero de la desolación se instaló en tu vida envolviendote con ese manto rancio de la rutina no trabajada y con el cansancio de la fatiga producto de tu añosa fragilidad.
    Ahora eras tú la que necesitabas que alguien se te colgara suavente del cuello, te sonriera y enbaucara ,pero ya no tenías la piel tersa ni la boca carnosa ni el brillo en la mirada.
    De nuevo esa maldita música en esa plaza en esta noche te atraparon y transportaron 40 años atrás y al mirarlo,otra vez te volvíste a colgar de su cuello .
    Pilar

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  88. EL VALS DEL COMISARIO

    Actualmente se había agenciado un chollo meramente burocrático como responsable de finanzas del Cuarto Plan Quinquenal en los Urales. Pero era dueño de una hoja de servicios memorable: denodado luchador antifascista en la guerra civil española, superviviente de la batalla del Ebro, glorioso defensor de Stalingrado, condecorado con la medalla de Héroe de la Unión Soviética, el comisario Dimitri Racanovich gozaba de un enorme prestigio dentro de la nomenclatura del partido. Pero aquel glorioso Aquiles soviético tenía un talón vulnerable: su irrefrenable gusto por la música. Los jacarandosos pasodobles y espasmódicas jotas aragonesas que se había traído de España, incluso los toscos “rumbalarumba” que enardecían a los milicianos en el Jarama y en el Ebro eran recibidos con euforia en las Casas del Pueblo. Pero la flecha inevitable alcanzó su indefenso talón cuando tuvo la pésima ocurrencia de organizar bailes en algunos Centros de Cultura Proletaria con una nutrida colección de discos de valses que se había traído de la conquista de Berlín. El mismo, en brazos de su esposa se encargó de liderar airosamente el esparcimiento y la jubilosa danza de baqueteados currantes de fábricas de tractores, soldados, chupatintas y depauperados destripaterrones koljosianos. Todo un éxito en los Urales. Pero una catástrofe en Moscú: allí, algunos envidiosos lameculos, miembros de la Asociación Soviética de Músicos Proletarios encabezados por el mediocre comisario Panfilovich, acudieron presurosos e indignados al Kremlin a calentarle las orejas al Padrecito Acero. “El comisario de los Urales se dedica a alienar a los honrados trabajadores con una infecta música formalista y pequeño burguesa, un residuo del caduco imperio austrohúngaro, un atentado contra el realismo socialista”. Los astutos ojillos del nuevo Zar Bolchevique brillaron de codicia mientras, atusándose el poblado bigote, firmaba la orden de deportación a Siberia.
    Ahora, nuestro melómano comisario vegeta en una mísera isba a las afueras de Vladivostok, tan solo autorizado a tomar clases de balalaika de un viejo mujik de artríticos dedos agarrotados por el frio, y bajo la estricta prohibición de interpretar o escuchar ninguna clase de música occidental.
    Mientras, su preciada colección de valses adorna las vitrinas de la dacha en las afueras de Moscú de Josif, el georgiano de acero, que, en interminables sesiones de baile abundantemente regadas con vodka, martiriza, con vigorosos pisotones de sus pinreles de plantígrado del Cáucaso, los indefensos callos de su sufrida compañera.

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  89. SIMBIOSIS

    Imposible bajarlos al sótano o subirlos a los dormitorios. La visita de nuestros primos lejanos había alterado la paz doméstica. Anoche, se quedaron escuchando valses en el sofá, un carísimo mueble con un equipo de alta fidelidad, con sus baldas para los discos y todo, integrado en uno de los laterales, que nuestro padre, melómano impenitente, se había comprado. Por la mañana los encontramos desnudos, los cuerpos entrelazados en la vieja ceremonia del amor. “Que escándalo, ante los niños”. Ni las amenazas de nuestro padre ni las suplicas de nuestra madre surtieron efecto. Imposible separarlos. “Aquí hemos descubierto la felicidad y aquí nos quedamos, con los valses”, dijeron con determinación. Cuando, abochornados, nos fuimos para el colegio, nuestros padres aún continuaban sin saber dónde ocultar el sofá del que ya formaban parte inseparable nuestros primos.




    VALSECITO DEL MIGRA

    Levantó la aguja del viejo picú y apagó las luces. Disque ya es de día y tiene que cerrar.
    Vaya joda, porque este valsecito norteño de Los Tigres me llegaba al corazón.
    Termino mi pulque y salgo al polvoriento camino cabalgando mi “Nueveleguas”.
    Cruzando este desierto hacia el norte, buscaré chamba en Laredo.
    Se burlan quienes viajan en camionetas o encaramados a los trenes.
    Pero yo mero hombre soy de caballería.
    ¡Anda, pero si hay un muro! Un pinche muro.
    El migra grita “Stop” desde la torre.
    ¡Tú tira derechito “Nueveleguas”, que la tierra es de todos los hombres!
    Pero que dura cuando te agujerean la barriga y caes en ella.
    El gringo tiene mucha puntería. Y muy poco corazón.
    De seguro que el jijodelagranchingada solo escucha valsecitos de Tennessee.
    Alacrán, no piques mi cara, porque ya estoy muerto.


    VALS COCHINO

    Karl tuvo una violenta erección mientras bailaba un vals vienés con Gretchen.
    Y pasó lo que pasó.
    Tuvieron que casarse y nació Hildegard.
    Hildegard conoció a Hermann y se casaron. Tuvieron a Friedrich.
    Friedrich se enamoró de Johanna y se casaron. Tuvieron a Klara.
    Klara se enamoró de Alois y se casaron.
    Tuvieron a Adolf.
    ¡¡¡Cochinos valses!!!

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  90. ALHAMBRA


    Anclado en el puerto esperaba el barco que había de trasladarles a África. Boabdil no podía entender aquello. Hubiera comprendido la cárcel, incluso su ajusticiamiento, como jefe del ejercito vencido.
    Pero tener que abandonar Granada, la ciudad en la que nació, donde nacieron sus padres, abuelos y todos aquellos antepasados que pudiera recordar. Exiliado de su hogar. Era el mayor agravio con que se podía castigar a una persona.
    Volvió la vista atrás para contemplar, acaso por ultima vez, la majestuosa imagen de aquella sierra con zonas cubiertas de nieve. En Fez, lugar donde se dirigía, jamas habían visto nevar.
    Recordaba con nitidez lo acontecido en los últimos años. La caída de Baza y Almería con la rendición de su tío El Zagal, fue el principio de un final anunciado. El asedio de la ciudad alimento las rencillas entre Zegries y Abencerrajes, haciendo imposible los planes de defensa y abastecimiento. Las revueltas eran constantes y todo tipo de autoridad contestada y enfrentada.
    En una noche estrellada y fría de Muharram, el señor de Zafra, secretario de los Reyes, le había presentado el documento final de las capitulaciones. Se le concedía un señorío en La Alpujarra, pero debía abandonar la alhambra.
    Estuvo toda la noche, sin poder dormir, paseando por aquel hermoso patio adornado por la fuente de los doce leones y los cuatro ríos. Su madre se había portado de forma excesivamente cruel. Le increpo con tanto desprecio y odio como eran capaces de trasmitir sus duras palabras.
    No fue capaz de reaccionar de forma digna, un escalofrío le recorrió desde los pies a la nuca, sintió nauseas, flojedad en las piernas y unos fuertes dolores abdominales.
    Y aquí estamos, más de quinientos años después, sin poder eliminar del mármol de Macael, la indecorosa mancha marrón que dejo la indisposición de Boabdil.

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  91. BAILANDO

    Bajo de un salto del tranvía. Estaba contento en la nublada mañana de Noviembre. No podía entender que algunos odiaran ir a clase. A él le parecía lo mejor que había. Las clases eran sitios confortables. Estaban los amigos y además siempre se aprendía algo.
    Se dirigió al Instituto bailando, más que caminando por la acera. La mole del Cervantes ocupaba la amplia esquina entre las calles Embajadores y Ronda de Toledo. Tuvo que continuar bailando, para sortear a los que salían del metro. La escalera los expulsaba a borbotones, como si respondieran a un latido de las profundidades.
    Cuando esperaba en el semáforo para cruzar la Ronda de Atocha, se extraño al ver una gran cantidad de gente frente a la verja de entrada. Era esta un enorme portón a través del que se pasaba al patio donde se hallaban las pistas de balonmano y baloncesto, así como la entrada al edificio mediante una rampa desde la que un cura nos hacia rezar cada mañana, hiciera un frio del demonio o cayesen chuzos de punta.
    Según se fue acercando pudo comprobar que la puerta permanecía cerrada y delante de ella se habían ido congregando en grupitos aislados niños, madres de los más pequeños y algún que otro padre con cara de perdido.
    En un lado, junto al puesto de las pipas y caramelos, se encontraban Antonio y José Maria. Se acerco a ellos preguntando con la mirada, a la que respondieron con movimientos negativos de la cabeza. Nadie sabia nada.
    Mira que si se ha muerto el Almirante, aventuro Antonio. El conserje era el encargado de abrir cada mañana la puerta. Llevaba un uniforme azul marino, lleno de botones dorados, insignias y galones. Todo ello tocado con una gorra del más puro estilo militar, motivo por el que se gano el apodo con el que era conocido. Su lugar habitual era en la puerta principal, que daba a la calle Embajadores, entrada obligatoria cuando se llegaba tarde.
    El tiempo pasaba y cada vez había más barullo y confusión. A nuestro grupo se fueron uniendo otros compañeros, Formica saco un manoseado ejemplar de la flor de la lascivia oriental y comenzó a leer en un semimurmullo el cuento del árbol que hacia ver cosas que no ocurrían, o si, según se mirase.
    Finalmente un rumor se fue extendiendo entre la muchedumbre, al parecer habían asesinado esa noche al presidente Kennedy y se suspendían las clases hasta nuevo aviso.
    Pronto serian las diez y a esa hora abrían los billares. Nos encaminamos hacia ellos bailando y bromeando. Kennedy, ¿Quién coño era ese tipo?

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  92. CUATRO CARTAS PERVERSAS

    Budista
    “No te preocupes. Te llevaré a un lugar donde cuidaran de ti. Allí tendrás una vida tranquila”. le susurré melosamente para tranquilizarla mientras, con unas pinzas, le arrancaba cuidadosamente las alas. Luego, con un alfiler hice unos diminutos agujeros en el papel y tras garrapatear en mayúsculas la dirección de la Sociedad Protectora de Animales, la despedí cariñosamente: “Así viajarás bien ventilada”. Lleno de felicidad, pensando en que al fin podría desayunar tranquilo sin tenerla revoloteando sobre mis croissants, empujé delicadamente a la mosca al interior. Después, cerré el sobre y lo envié a su destinatario sin añadir nada más.

    Brecha generacional
    “Papá, he visto la luz. Aquí, en esta comuna de Niños de las Flores y del Verano del Amor he aprendido, aparte de a tocar la pandereta, a amar a todas las cosas vivas o inanimadas que existen bajo el sol. Incluso a amarte a ti. Por eso quisiera, paz y amor, olvidar nuestras diferencias y recibir de ti, por una vez en la vida, una sola, una única muestra de afecto que uniera de nuevo nuestras almas en la armonía universal de todos los seres”
    La carta, remitida desde una Lista de Correos de San Francisco, temblaba entre mis dedos. Estaba desconcertado. No entendía. ¿Qué querría realmente aquel zascandil con flores en el pelo?
    En fin, si quería una muestra de amor paterno… Tras pellizcarle el trasero, ordené a mi secretaria que mecanografiara la dirección, metí dos billetes de quinientos dólares, cerré el sobre y lo envié a su destinatario sin añadir nada más.

    “Butcher” Logan, gangster sin escrúpulos
    Estaba furioso. Habían pasado diez días y no recibía respuesta del viejo millonario. Tal vez el sobre conteniendo el dedo pulgar del chaval resultaba demasiado grueso para el correo ordinario y se habría perdido por ahí, el diablo sabe dónde. Esta vez sería más cuidadoso. Aplasté bien la oreja con un rodillo de la cocina cuidando de deformarla lo menos posible y escribí, confeccionándola con letras recortadas de un periódico, una breve nota: “O recibo los quinientos mil machacantes en una semana o el próximo envío será el ojo derecho”. Cerré el sobre y lo envié a su destinatario sin añadir nada más.

    “No se puede tener todo en la vida”
    “Si, Elon, ya sé que te vuelven loco las pelirrojas. Y que además lo tienes todo en la vida. Pero, al menos en este aspecto, has tenido mala suerte, porque a mí, aunque soy un pobre diablo, también me gustan esa clase de mujeres de cabeza llameante. Como estás tan ocupado, ni siquiera habrás advertido que la tuya hace una semana que no está en tu casa. La has perdido para siempre. Por si te sirve de consuelo, te envío, con esta cariñosa misiva, un lindo ricito de su rojizo vello púbico. No, no corras al CSI para averiguar con pruebas de ADN si realmente es suyo: quedarías en ridículo. Hazlo por lo particular, hombre, porque aquí no se trata de ningún crimen, sino que ella está encantada de la vida conmigo en esta remota aldea de la selva amazónica, lejos de tus mierdas de Teslas, Twiters, OPAs y cohetes chapuceros. No te molestes en buscarnos. Tuyo afectísimo: Pancho Gonsales Vargas. (Ex espalda mojada)”
    - Que malo eres, mi Pancho – me susurró ella chupándome el lóbulo de la oreja.
    - Que se chingue – repuse besándola tiernamente mientras acariciaba su pubis rasurado – tanta pinche arrogancia y tanta vaina…
    Luego, cerré el sobre y lo envié a su destinatario sin añadir nada más.

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  93. QUERIDO COMISARIO

    “Querido comisario: Tal vez te extrañe esta forma de dirigirme a ti, algo tan antiguo como una carta, pero tras darle muchas vueltas, creo que es la mejor manera de contarte algo, que guardo desde hace años.
    Estoy seguro de que recuerdas el caso de aquel miserable, ese que detuvisteis por violar durante meses a la hija de su pareja. Una pobre niña de once años.
    En aquel entonces pase muchas noches sin poder dormir. Me volvía la imagen de una mañana de mayo, en que salí a la puerta de la farmacia para recibir los tibios rayos del sol primaveral. Paso por delante de mi, de la mano de su madre y durante un breve instante nuestras miradas se cruzaron. Como fui incapaz de verlo. Aquellos ojos tristes eran una muda suplica de auxilio, que nadie fue capaz de ver.
    Un juez, en mi opinión, demasiado magnánimo le condeno a tan solo siete años de cárcel. Y otro juez tuvo la desfachatez de concederle la libertad condicional a los cinco. Así pues pronto volvimos a tener aquel ser despreciable paseando por el barrio. Un par de meses después amaneció muerto sobre un charco de sangre, cerca de su casa.
    Tu, que por entonces eras inspector, te hiciste cargo de la investigación. Dejaste de venir a las partidas de mus en la peña del bar de Mauricio. Incluso un domingo faltaste a nuestra cita con el Bernabéu. Todos te echamos en falta. Supimos por la prensa que investigasteis al padre biológico de la niña, a amigos y familiares. Incluso se valoro la posibilidad de un ajuste de cuentas en relación a su paso por la cárcel. Finalmente no conseguisteis cerrar el caso y las cosas fueron volviendo a su cauce habitual.
    Pero hay algo que debes saber. Me tropecé en algunas ocasiones con aquel miserable y no se por qué razón me aficioné a espiarle. Por las tardes se sentaba en un banco en la plaza del Dos de Mayo, mirando a los niños jugar. Más tarde, ya por la noche se movía entre las calles La Palma, Velarde y la Corredera Alta, Persiguiendo los grupos de muchachas que entraban y salían del Penta y La Vía Láctea. Su comportamiento era el de un depredador acechando sus presas.
    Una noche salí armado con mi cuchillo Bowie, aquel que te gustaba tanto y que compre en San Antonio, en una tienda de souvenirs junto a las ruinas del Álamo. Le espere oculto en un portal de la calle Ruiz, hasta que apareció doblando la esquina de Divino Pastor. Al llegar a mi altura me abalance sobre él hundiendo en su cuello el frio brillo de mi arma con toda la fuerza de que fui capaz. Cayo de rodillas al suelo, intentando taponar con sus manos el surtidor por donde se escapaba su vida a borbotones.
    Se preguntará a que viene esta tardía confesión ahora. Hace como un mes finalicé mi tercer ciclo de quimio sin ninguna mejoría. Según las pruebas que me han realizado la enfermedad avanza de forma imparable y ante mi tan solo se extiende una senda de dolor y decadencia. No pienso seguirla. Cuando reciba esta carta ya no estaré. Después de depositarla en el buzón iré a cenar al Ria de Vigo, ya sabe una cena de las nuestras, ostras, percebes, camarones y rape con almejas, todo ello regado con un godello fresquito. Finalizare con café y chupitos de orujo.
    En casa me espera la cama y un gotero preparado con una dosis letal de morfina, cuando llegues tan solo encontraras mi carcasa. Sobre la mesa del salón encontraras tres cartas una para mi ex y las otras para cada uno de mis hijos. Espero que me despidas de los amigos y compañeros de la peña y tu recibe un fuerte abrazo”
    Releí varias veces la carta por ver si había olvidado algo. Cerré el sobre y lo envié a su destinatario sin añadir nada más.

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  94. BIBLIOFENSIVA

    “Un verdor terrible” de Benjamín Labatut me impactó brutalmente. No por sus valores literarios, que los tiene, y muchos, sino que me impactó físicamente en el plexo solar. Aunque se trata de un libro poco voluminoso, el golpe fue asestado con tan diabólica precisión que no pude reprimir un leve gemido de dolor. Pero aquello no era más que el comienzo de una furiosa ofensiva. Acto seguido, una edición primorosamente encuadernada de la prosa de Borges vino a golpearme en el cogote. Luego, como para recordarme la dorada inocencia de mi primera juventud, fui atacado alevosamente por un pesado ejemplar de las Obras Completas de Julio Verne. Le siguió otro, encuadernado en piel, de las de Emilio Salgari, que me castigó las costillas. No había tregua. Como para devolverme a mi condición de adulto sempiternamente perplejo ante lo incomprensible de la existencia, un ejemplar en tapa dura de “El Proceso” de Kafka vino a impactarme en la nariz y ya, sin solución de continuidad, como atraído por la inevitable hemorragia nasal, acudió a morderme en la garganta (muy propio) una edición ilustrada del Drácula de Bram Stoker. Pero Dios mío… ¿Qué estaba pasando? ¿Una pesadilla? ¿Una ensoñación diurna? Pero no estaba soñando. En los sueños no se siente dolor. Y, que me lleve el diablo si yo no sentía dolor, ya no solo por los leves hematomas ocasionados por los impactos de las ediciones en rustica de “El guardián entre el Centeno”, “El corazón de las tinieblas” y el dickensiano “Oliver Twist”, sino sobre todo por el feroz topetazo en mi indefensa entrepierna de un corpulento ejemplar de “Los pilares de la tierra” de Ken Follet. Como hacía poco que había leído las memorias del general Guderian no pude por menos de asociar aquel ataque con una especie de “guerra relámpago” o con el brutal bombardeo de los Stukas de la Luttwaffe sobre Varsovia. Tras un contundente golpe de mano de “Los Hermanos Karamazov” y de “La Regenta” sobre cada una de mis rodillas (cuyos meniscos jamás volverán a ser los mismos) y un fuego graneado de diversos libros de bolsillo, se produjo una pequeña tregua que me permitió analizar el porqué de tan alevosa acometida. Llegué a la vaga conclusión de que se trataba de una especie de venganza literaria, en consonancia, o castigo si queréis verlo así, con esa especie de mala conciencia que nos asalta cuando recordando libros leídos hace cierto tiempo, descubrimos la incapacidad de nuestra memoria para recordar con precisión todos sus detalles e incluso algunos desenlaces. Aunque no lo tuve tan claro cuando, al volver en mí, descubrí, abierto en mi regazo, “La interpretación de los sueños” del doctor Freud, que había estado leyendo con cierta desgana. Tal vez se trataba de un justo castigo por meterme en semejantes berenjenales psicoanalíticos. Fuese lo que fuere, lo cierto es que tras gastar abundantes cantidades de Trombocid, Betadine y Tiritas, me pase la tarde reordenando el campo de batalla en que se había convertido mi biblioteca y reparando las maltrechas cubiertas y lomos de algunos de mis agresivos compañeros de esparcimiento.
    Después, tiré a la basura el libro del Sigmund y las hostilidades terminaron para siempre.

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  95. UNA BELLEZA NUEVA 1

    Mi primo y yo en nuestros paseos por el bosque, como buenos estetas, acostumbrábamos a discutir sobre cánones de belleza. Si bien es cierto que a los dos nos gustaban las niñas, diferíamos en que a mí me gustaban las tiernas rubitas de piel sonrosada y a él las apetitosas morenas de tez bruñida por el sol. Pero un día de primavera en el claroscuro de luces y sombras que el sol proyectaba entre los arboles, conocimos una belleza nueva. Ni morenita ni rubita: Una pequeña pelirroja que cambiaría para siempre nuestras poco virtuosas vidas.
    Nuestro feroz instinto de depredadores se evaporó como por ensalmo cuando nos obsequió con su cautivadora sonrisa, mientras la brisa agitaba sus flamígeros ricitos, que, si bien parecían capaces de provocar un incendio forestal, apagaron él abrasador apetito de nuestros corazones salvajes. Mientras, alelados como mansos corderitos, la seguíamos caminando por la vereda que conducía a la pequeña aldea donde vivía, nos contaba lo placentera que había sido su existencia con su abuela, hasta la llegada de aquellos ruidosos vecinos que atronaban las antaño placidas noches con inacabables juergas que se prolongaban hasta el amanecer.
    “Cambio de planes”, nos susurramos al oído.
    Al atardecer, llegamos al minúsculo caserío y su sonrosada manita señaló algunas desvencijadas casuchas próximas a la suya,. de las que salía una cacofonía ensordecedora en la que se entremezclaban canticos groseros con desaforados alaridos etílicos.
    Al rayar el alba, en el pueblo solo se oían armoniosos trinos de pajarillos.
    Mi primo y yo nos fuimos relamiéndonos las fauces, mientras ella, tras su ventana, a contraluz de un hermoso y fulgurante árbol de navidad, agradecida, nos despedía, con la más deliciosa de las sonrisas bajo su Caperucita Roja. Aunque no sabríamos decir si por lo indigestos que nos habían resultado aquellos crápulas, o por el espíritu navideño, o por el milagroso y redentor descubrimiento de aquella belleza nueva, habíamos decidido hacernos vegetarianos.

    UNA BELLEZA NUEVA 2.

    Con los pies a remojo mientras pescaban, debatían amistosamente sobre la belleza.
    El tibio atardecer tropical invitaba a la búsqueda de algo distinto. Una belleza nueva.
    Él era un clasicista. Ella innovadora.
    Mientras subía la marea, él aducía que la pintura de Leonardo era tan nueva como la que más.
    Ella contraatacaba con Rothko.
    Él hablaba de Velázquez.
    Ella, de Barceló.
    Él insistía en que la música de Schubert era intemporal, por tanto, siempre nueva.
    Ella adoraba a Schoenberg.
    El agua les llegaba a las rodillas.
    Él decía que la belleza de la prosa del porteño Borges no podía ser superada.
    Ella flipaba con los chilenos Bolaño y Labatut.
    El agua los cubría hasta la cintura.
    Al final iban a ponerse de acuerdo en que la verdadera belleza no podía ser obra de los hombres. La belleza nueva, eternamente perdurable, estaba a sus pies, ante ellos y sobre sus cabezas: el eterno ciclo de la vida, la paciente arquitectura del coral bajo las diáfanas aguas color turquesa, los peces voladores como flechas de plata, las nidadas de tortuga en la arena cálida, el polen transportado con los susurros de la brisa, el rumor de las palmeras y el inconmovible azul del cielo protector.
    Entonces, llegó el tiburón.

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  96. UNA BELLEZA NUEVA


    Siempre me parecieron atractivos los campos de golf. Son grandes jardines con un césped inmaculado, arboles bien distribuidos y macizos de flores adornando sus espectaculares rincones.
    Y que decir de sus greenes, con la hierba tan corta y planchada como si fueran finas alfombras, en las que las bolas ruedan tal como lo harían sobre la superficie de un pulido espejo.
    Desde el bosquecillo en que me encontraba, podía divisar sin dificultad una buena parte de aquel campo, particularmente el green del hoyo seis. Allí se desarrolla una parte esencial del juego, es donde hay que introducir con los menos golpes posibles la cruel bolita en su correspondiente agujero.
    Para ello, los jugadores siguen una rutina que varia en función de cada uno, los hay que dan muchas vueltas fijándose en los detalles, las finas variaciones del terreno y la fuerza con que deben realizar el golpe. Otros , en cambio, se fijan menos, son jugadores más intuitivos.
    Pero hay algo en lo que todos coinciden, adquieren una determinada posición, en la que su cabeza, durante unos segundos, queda fija sin el menor movimiento. Ese será el momento en que alojaré una bala en el interior del cráneo de mi objetivo. Al parecer un mafioso ruso, dedicado al trafico de armas, al que algún competidor quiere fuera del negocio.
    Tanto me da que los sesos de aquel sujeto, esparcidos por la hierba, estropeen la belleza de este campo. Me consolaré contemplando el bonito ingreso que recibiré esta tarde en mi cuenta numerada de las islas Caimán.

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  97. LA MAGIA DEL CINE

    El leve zumbido del celuloide deslizándose ante la lente resultaba atronador en aquella sala de alientos contenidos. El vacilante haz de luz, negros, blancos y escala de grises, volaba sobre su cabeza como la espada ígnea de un ángel vengador. Y la pantalla, oh la pantalla, aquella obscena pantalla: aquella escabrosa maraña de cuerpos desnudos entrelazados que le recordaban a los lujuriosos condenados del segundo círculo del infierno de Dante. El celuloide seguía zumbando arrastrado por los incansables engranajes del proyector. Con sus dedos de uñas impecablemente esmaltadas se cubrió los ojos. A lo largo de su vida de diletante, estos solo habían sido visitados por las imágenes geométricamente sublimes, majestuosas, heroicas de Leni Riefenstahl. Haciendo acopio de valor, volvió a abrirlos a aquella pesadilla. El maligno haz de luz sobre su cabeza continuaba desgranando en la pantalla imágenes perturbadoras, demoniacas. Como en una especie de vergonzosa huida, se tomó una de las casi infinitas pastillas que constituían su demencial dieta diaria. Sin resultado. Ahora, en aquel fantasmagórico alud de blancos, negros y grises, demonios uniformados, ayudados de impasibles artilugios mecánicos, precipitaban en una casi insondable y sucia zanja a aquella macilenta e inerte barahúnda de cuerpos esqueléticos al quinto círculo del Dante: el de la ira. Una ira casi sólida, que hacia irrespirable el aire de la sala cuando el proyector se apagó. Se tomó otra de sus píldoras, aun sabiendo que las puertas del infierno que se habían cerrado con el proyector, le dejaban a él, el gran héroe de la aviación, encerrado dentro para siempre.
    Ante el tribunal, mientras prestaba declaración – él, como todos sus compañeros, juraba que estaba desolado, que no sabía nada, que no había visto nada – bebió, píldora a píldora, comprimido a comprimido, numerosos vasos de agua, en un vano intento por contrarrestar la alarmante metamorfosis que experimentaba en su lengua. Algunos de los miembros más perspicaces del tribunal no dejaron de observar, que esta, mientras hablaba, adoptaba el desasosegante aspecto verdoso del rabo de una lagartija.
    - ¡C’est incroyable! Qué horror ¿Han visto? Es verdaderamente pesadillesco – decía, asombrado durante las deliberaciones, el magistrado Monsiuer Donnedieu.
    - Bueno, que diablos, la forma que haya adoptado la lengua de ese cabrón, no debe hacernos olvidar el horror desatado por él y sus compinches ¿No? – repuso el muy americano y pragmático Francis Biddle.
    - Tal vez esa extraña morfología lingual de animal reptante sea el resultado lógico de los embustes con que han engañado al pueblo alemán – terció el flemático Lord Lawrence.
    - ¡A la horca con ese cerdo! – bramó el coronel Volkov, tras un expeditivo y largo trago de vodka.
    Los demás asintieron. Unanimidad en el jurado.
    En la soledad de su celda, el acusado, bebía y bebía innumerables vasos de agua, tragando y tragando sus innumerables pastillas, en un desesperado intento por detener el crecimiento imparable del saurio que aferrado a sus amígdalas había tomado el lugar de su lengua. La lagartija se transmutó en lagarto, luego en camaleón y finalmente en iguana. Solo la muerte por asfixia del aviador detuvo aquella increíble evolución reptiliana hacia el cocodrilo.
    Los libros de historia, no sabríamos decir si piadosos o embusteros, concedieron al gordo Hermann Goering, la relativamente honrosa muerte por suicidio con una capsula de cianuro oculta en su boca.

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  98. DIEZ PALABRAS
    Dulce – Suave – Muy larga – Muy corta – Mojada – Triste – Marrón – Ruidosa – Rosa – Silenciosa.
    Pastel – Visón – Iconoclastas – Paz – Lengua – Velatorio – Chocolate – Fanfarria – Barbie – Serpiente

    Iconoclastas
    Alguien había asesinado a Barbie. La poli de Malibú, trabajaba incansable en el esclarecimiento del caso. En el velatorio, su mamá, enfundada, como no, en un abrigo de visón rosa, se deshacía en lágrimas. En el parking del tanatorio, una jubilosa caterva de iconoclastas destrozaba a martillazos cabezas de muñecas, al compás de los enloquecidos compases de una fanfarria de gitanos balcánicos. ¿Pero, dónde está Ken? se decían los desconsolados deudos. Pero, harto de aquel mundo de colores pastel, Ken ya no estaba entre ellos. Se había pasado al enemigo. Se había comprado una chupa de cuero con la lengua de los Stones a la espalda, unas botas de piel de serpiente, una Harley, fumaba incesantemente canutos de “chocolate” y se había unido a la chusma de los martilladores. Su martillo aún tenía manchas de sangre, sangre de color rosa, pero real. Por una vez en su vida se sentía en paz consigo mismo

    Delicatessen
    “Este pastel estofado está exquisito, Mr. Skinner”, exclamó Mr. Animalover. “Tendrá que darme la receta”. Lógicamente, no iba a decirle a aquel idiota que era de carne de visón, así que repuse: “Me temo que será imposible. Secreto profesional de nuestro Circulo de Cocineros Iconoclastas”, porque ello daría al traste con la pomposa cena de celebración del solemne Tratado de Paz entre la Asociación de Peleteros y El Círculo de Amigos de los Animales. Del segundo plato, lenguas de alondra en gelatina, muy celebrado por Mr. Animalover, también tuve que negarle cortésmente la receta. En su velatorio, dos días después, supe de su fulminante infarto, cuando durante su visita a una fábrica de chocolate ecológico y sostenible, alguna lengua maligna, no precisamente de alondra, sobreponiéndose a los acordes de la ruidosa fanfarria dirigida por Willy Wonka y amenizada por los contoneos políticamente correctos de una neumática Barbie, sopló a su oído la naturaleza atrozmente carnívora de la cena de la noche anterior.
    “Uf – murmuré – seguro que al saber lo de los torreznos de piel de serpiente de los entrantes acabó de palmarla.

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  99. DAÑOS COLATERALES

    El técnico que hizo la instalación recogió sus herramientas, me presento un papel a la firma conforme había finalizado su trabajo y se marcho. Allí me quede absorto contemplando aquel maravilloso montaje. Mi salón se había transformado en una sala de cine.
    Del techo, en un extremo, colgaba el carisimo proyector de alta definición y fuente de luz láser. Enfrente, a unos cinco metros, se situaba una pantalla de alto contraste que se podía enrollar en el techo y desplegar sus más de 100 pulgadas mediante el mando a distancia. En definitiva, casi diez mil euros, con sonido home cinema y máquina de palomitas incluida.
    Aquel fin de semana lo estrenaría dándome un chute con las dos primeras temporadas de Los Soprano, el partido del Madrid y la última jornada del Máster de Augusta.
    Después de comer, me acomode en el sofá dispuesto a comenzar mi particular maratón. Las primeras imágenes brotaron de la pantalla con una inusitada calidad y un sonido envolvente. Estaba disfrutando de aquella visión, cuando de repente una mancha apareció sobre el puro que fumaba Tony Soprano. Cuando me levante a verla más de cerca, se movió con gran rapidez. No era posible, una lagartija se paseaba tan tranquila por la pantalla como si fuera su casa.
    Se me escapó y creo que se fue por la puerta abierta al jardín. Cerré para que no volviera a entrar y volví a sentarme para continuar la proyección. Apenas hube puesto en marcha el proyector, volvió a aparecer la sombra de aquel impertinente reptil. Sin moverme demasiado le lance una zapatilla que esquivó con gran habilidad.
    Fue imposible ver siquiera el primer capitulo de la serie. Cada vez que comenzaba la proyección, la desagradable sombra de aquel repugnante bicho aparecía y desaparecía jugando con mi paciencia. Finalmente me levante al armero. Cogí la escopeta semiautomática de seis cartuchos y me senté de nuevo a la espera de aquella inaguantable presencia. Puse en funcionamiento el proyector e inmediatamente apareció la molesta sombra. Dispare sin pensarlo dos veces, y según se movía yo seguía disparando enloquecido hasta acabar la munición.
    Cuando comenzó a disiparse la humareda, alcance a ver el tremendo boquete que ocupaba el centro de la pantalla, los estragos producidos en mi chester de cuero italiano y diseño ingles, los agujeros en la pared y finalmente allí, en el suelo, el cadáver mutilado de la lagartija, rodeado por los restos destrozados del proyector.
    Me sentí como un general tras la batalla, aspirando el olor de la pólvora y evaluando los daños colaterales de aquella pírrica victoria.

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  100. Dulce Amable
    Suave Apacible
    Larga Guardaespaldas
    Corta Sol
    Mojada Lluvioso
    Triste Lánguido
    Marrón Incordio
    Ruidosa Estruendo
    Rosa Margarita
    Silenciosa Muda

    UN TRABAJO RUTINARIO

    El día amaneció apacible. El trabajo encomendado por el cliente no presentaba demasiados problemas, se trataba de algo sencillo, sin connotaciones especiales. Cuando pisé la calle, agradecí los rayos del sol que mimaban mi cara. Eche a andar calle abajo hacia el garaje, donde el amable y siempre atento Gaspar se recostaba lánguido sobre la pared, fumando uno de sus apestosos vegueros. Con su sorna habitual me sugirió que no era buena idea coger la moto, que el día seria lluvioso. Sonreí no dando pábulo a sus insinuaciones, me enfunde el casco y monte sobre aquella preciosidad de dos ruedas. Apenas paso un cuarto de hora, cuando me sobresalto el estruendo de un trueno y comenzó a llover con fuerza. Maldito Gaspar, porque no le hice caso. Ya no tenia tiempo para dar media vuelta y coger el coche, por lo que sólo me quedo lamentar el incordio que suponía conducir bajo la lluvia. Cuando llegue al lugar de la cita, doña Margarita me esperaba acompañada de su habitual guardaespaldas. Confiaba en que le entregara un paquete con cien mil euros, de ahí su sorpresa cuando saque mi Glock, descerrajando un tiro sobre su acompañante. Me dirigió una muda mirada de suplica, pero yo siempre cumplo cuando acepto un encargo. Un solo disparo a su cabeza, puso fin a aquel trabajo rutinario.

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  101. UN FRIO MORTAL

    Cada instante sentía más frio. Un frio que comenzaba en mi interior para propagarse a través de todo mi ser. Una fuerte tiritona, acompañada de gran debilidad, me asaltó sin previo aviso. Mis manos, torpes y lentas, desobedecían mis impulsos. Notaba como en las yemas de mis dedos se clavaban cientos de diminutos alfileres.
    No podía mover mis extremidades. Cada vez que lo intentaba, me sacudían unos fuertes espasmos dolorosos. Me invadió un gran desasosiego al comprender que ya no era dueño de mi cuerpo ni de mi mente.
    Mi memoria se estaba alterando. Evocaba recuerdos que desconocía si eran reales o productos de mi imaginación. Me asaltaba la imagen de una muchacha de cabello áspero y rizado, sentada en la mesa del fondo de la biblioteca. Pero ¿Que muchacha era aquella? ¿Que biblioteca? ¿Cuando ocurrió si realmente ocurrió?
    Era incapaz de distinguir lo real de lo imaginario. Lo que paso de lo que hubiera querido que pasara. Lo que fue de lo que pudo haber sido. La confusión se había instalado en mi para ya nunca abandonarme.
    De nuevo volvió el doloroso frio en oleadas espasmódicas. Atravesando mi piel. Desgarrando mi carne. Golpeando mis huesos, con la cadencia propia del martillo golpeando el yunque del herrero, simulando el tañido de una campana tocando a difuntos.
    Un tenue rayo de sol penetro a través de la ventana iluminando por un momento los extremos del perchero, transformándolo en un candelabro con las velas encendidas. Unas cuchillas heladas rasgan mis parpados y mis ojos, haciendo desaparecer en la oscuridad aquella imagen.
    A través de la oscura y espesa niebla, avanza hacia mi una fantasmal imagen blanca. Es la enfermera que me sube el embozo y me suministra la medicación. Pero ya de poco sirve esto, frente a la fría agonía de la muerte.

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  102. Ruliña-Antia -

    Como rebules no berce ,miña fada ,amoriño, nosa nena
    Mirabel dos días de névoa que alumeas cos teus ollos da cor do mel e da brétema
    Volvoreta voadora nas roseiras das meixelas
    Paxariño rebuleiro que alporizas das alcobas a tristura, cantareiro
    Abelaiña sostida nuha pinga azul do arco da Vella
    Axóuxere das nosas vidas , caramuxo feiticeira
    Contaremosche lendas da lua ,de fadas ,e das estrelas ,de lobos e bruxas Merlinas para que o dormir te protexan
    Ay! miña rula ruliña , subiote , nosa meiga , enfeitizachenos a todos de tenrura a manscheas .

    Pilar / Febrero / 24

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  103. Sitios fríos
    Desde pequeñito siempre fui un tipo empático con el sufrimiento de los seres indefensos, sobre todo de los animales.
    Por eso no puedo soportar la visión de esos elefantes ateridos de frio en la Antártida. Ni de los pobres mandriles, con su desnudo y rojo culo cubierto de escarcha en las cimas más inhóspitas de los Alpes. Por no hablar de los angustiosos coletazos de los cocodrilos, intentando librarse inútilmente de los helados témpanos de hielo, en los ríos de Alaska.
    Pero esta subversión intolerable del orden de las cosas, hace que mi compasión por todos los seres vivos, se vea obligada a extenderse a otra clase de especímenes de los que jamás hubiera sospechado su existencia. Como, por ejemplo, los desventurados gnomos, con sus pobladas cejas y barbas cubiertas de carámbanos, en las gélidas cimas del Himalaya. O incluso aquellos pobres tripulantes de la nave espacial, seguramente provenientes de una galaxia más cálida, posada o abandonada, no sé, en los 50 grados bajo cero de la taiga siberiana.
    Por eso, aunque yo esté aquí muy calentito, no puedo evitar que un solidario escalofrió de indignación recorra mi espinazo. Bien sabe Dios que no soy amigo de los castigos corporales a los niños, pero cuando pille al que se dedica a pegar el contenido de los huevos Kinder en el globo terráqueo del aula, no se librará de un buen tirón de orejas. Y además lo meteré un par de horas en la nevera del comedor para que aprenda.

    Otro sitio frío
    Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado y aún seguía allí, en la penumbra de aquel sótano tan frio. Hasta juraría que sus cejas, barba y cabellos estaban poblados de minúsculas partículas de hielo. En cualquier caso, el lugar no respondía a las cálidas expectativas que le había creado su compañero de la izquierda, que le había dicho: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Vaya paraíso tan helado, y él tan desnudo y sin una mísera estufa. Ni siquiera lo habían expuesto en una de las salas secundarias, donde hay calefacción. “Ay Dimas, para que te fíes de las palabras de los mesías. De acuerdo en que no soy ni un Velázquez ni un Ribera, pero al menos podrían venir de vez en cuando los restauradores a quitarme el moho y la escarcha”.

    Enfermedades raras
    Hablar de series de zombis era el entretenimiento favorito de mi fugaz novia Lola. Eso, hacer el amor bien pegaditos a la estufa y devorar ingentes platos de espaguetis.
    De esa trilogía de livianos placeres, el segundo me encantaba, claro. En cuanto a los espaguetis, bueno, iba tragándolos como podía. Pero estar hablando siempre de muertos vivientes me aburría un poco. Aun así, éramos razonablemente felices, aunque la estufa tuviera que ser un aditamento indispensable de nuestros escarceos y no pudiéramos practicar la placentera “cucharita” en nuestras horas de sueño a causa de la singular, molesta y eterna frialdad patológica, rayana en los cero grados, de mi epidermis. Yo me disculpaba alegando una extraña enfermedad dermatológica hereditaria. Pero ya lo he dicho, convivíamos felices.
    Pero ahora sé que no volveré a verla.
    Porque una noche, mientras cenábamos, aunque lo sorbí rápidamente con los espaguetis, no pude hurtar a su espantada mirada el enorme gusano verdoso que asomó por una de mis fosas nasales.
    Huyó despavorida y nunca regresó.
    Así que tendré que regresar con los míos, a mis eternos hábitos alimenticios.

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  104. “O TRAVELER”

    Buscaba en la arena los guijarros más pulimentados y planos que le regalaba la marea. Luego los lanzaba diestramente haciendo que rebotaran sobre las olas, una, dos, tres, cuatro veces hasta que, desconsolado, los veía hundirse a lo lejos. Un recorrido demasiado corto para la longitud de sus sueños. Porque, aunque nunca había salido de su humilde pueblecito de pescadores gallego, la maestra, tan anglófila ella, lo había bautizado con el cariñoso mote de Traveler, porque siempre le sorprendía, tocase la asignatura que tocase, hojeando el viejo Atlas de su abuelo. Si se trataba de matemáticas o geometría, con aquella especie de sextante que llevaba oculto en el hipotálamo, calculaba grados de tal o cual longitud o latitud, para ubicarse en Madagascar, el Cabo de Hornos o el Gran Cañón del Colorado. Si se trataba de Historia, con un herrumbroso compás – oh, cuantas reliquias de viajero cabían en aquel efervescente hipotálamo – trazaba en las ajadas páginas del Atlas las rutas de los grandes navegantes y descubridores que habían ensanchado la faz del planeta. Pero lo que más le gustaba eran las clases de Lengua: allí, recorría entusiasmado la coloreada superficie del orbe extendido bajo su dedo de explorador, buscando sustantivos de maravillosa eufonía: Mandalay, Patagonia, Vancouver, Gran Barrera de Coral, Bratislava, Kilimanjaro, Sumatra…
    Un amanecer, ya tirando a adolescente, buscando guijarros en la playa, encontró uno veteado de aguamarina y azul celeste. Al instante supo que era diferente. Entonces decidió que, a aquella joya mineral, tan exquisitamente pulimentada que parecía fruto del trabajo de pacientes artesanos submarinos: tal vez tritones, sirenas, ondinas o que se yo, tendría que darle un destino distinto al habitual. No lo devolvería a sus artífices brincando sobre las olas como todos los demás. Tomó el tirachinas de nogal, también heredado, como el Atlas, del abuelo y lo lanzó al aire lo más alto que pudo. “Oh, me traerá noticias de Sumatra” exclamó maravillado cuando lo vio desaparecer tras la línea del horizonte.
    Al alba del día siguiente, justo el tiempo que tarda este atribulado planeta en trazar una vuelta de su infinito vals, él estaba allí, esperando. Vió llegar del lado de tierra a “su guijarro mágico” pasando sobre su cabeza hacia el mar. Y su silbido de proyectil besó sus oídos, contándole en tono jocoso como había sembrado a su paso el pánico entre una bandada de sorprendidos peces voladores en el Estrecho de la Sonda. Al amanecer siguiente le contó cómo, en un audaz vuelo rasante, abolló y derramó el contenido de la pava de cebar el mate sobre la hoguera de unos indignados gauchos de la Patagonia que lo despidieron con improperios: “Rajá de acá, boludo engendro del diablo”. Que poco sentido del humor. Al otro, no todo iban a ser inocentes travesuras, salvó la vida a un condenado a muerte en Rangún, arrebatando con un vigoroso y seco golpe la cimitarra de las manos del verdugo, con lo que el pobre infeliz – acontecimiento milagroso – fue indultado.
    Y así, ya hombre, todos los días de su vida, antes de salir a sus faenas de pescador de bajura – nunca iba mucho más lejos del alcance de sus guijarros de la infancia – “O Traveler”, como le llamaban en el pueblo sin saber muy bien lo que ello significaba, viajaba de forma vicaria en alas de su inseparable compañero de amaneceres, anotando cuidadosamente todas las noches, lugares y aventuras en el ya atestado de notas Atlas del abuelo.
    Cuando ya muy viejecito, le diagnosticaron la imparable progresión de esa neblinosa enfermedad que borra todos los mapas de la memoria, acudió por última vez a la cita con su incansable compañero de viajes y a su paso siseó una súplica. Y así, al amanecer siguiente, tras ese tiempo que tarda este atribulado planeta en trazar una vuelta de su infinito vals, el guijarro mágico puso fin a su existencia de trotamundos, penetrando limpiamente en la noble frente del pescador y viajero, yendo a alojarse en su hipotálamo con los infinitos colores del Atlas, el compás y el sextante.

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  105. FRENTE A LA VENTANA

    Hoy volví a la casa. No había estado en ella desde que padre nos llevo a vivir a la ciudad. A la frágil luz del creciente amanecer, las piedras de la fachada, cubiertas por el húmedo rocío nocturno, destellaban como un espejo. Cuando abrí la puerta me recibió un fuerte olor a humedad. El interior se conservaba bien, salvo por la gran cantidad de polvo que todo lo cubría.
    Al entrar en la habitación de madre, sentí un gran peso sobre mi. Un alud de recuerdos me asaltaron sin previo aviso. Sus batas todavía colgaban de la puerta del armario. En su mesita, junto a la lampara, la caja de la que sacaba, los caramelos con que nos premiaba cuando lo hacíamos bien o nos consolaba cuando nos habíamos equivocado.
    Frente a la ventana la silla de anea en la que paso sus últimos años. Desde aquel día en que despertó impedida para mover la parte izquierda de su cuerpo, y mostrando en su cara una inquietante expresión, con la boca torcida y un ojo cerrado.
    A partir de entonces una doncella se encargaba de levantar, lavar y vestir a madre. Luego la sentaba en su silla frente a la ventana. Desde allí, miraba el angosto camino que subía del pueblo, esperando ver regresar a Mauricio o, al menos, al cartero con noticias de su hijo mayor.
    Todos en el pueblo y en la casa, conocíamos la muerte de nuestro hermano, pero padre, para evitarla sufrimiento, había erigido en torno a ella, un muro de silencio que nadie se atrevía a saltar.
    Tras su muerte, padre vendió los viñedos, la bodega y el ganado y abandonamos la casa, que ha permanecido cerrada desde entonces.
    Mañana tengo la cita con el notario para firmar su venta, la del prado junto a la ermita y la de la arboleda que baja hacia el rio. No he querido llevarme nada, salvo la caja de los caramelos. Tal vez tu quieras sacar de ella chucherías con las que premiar y consolar a tus hijos.

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  106. O señor Iván
    A rapaza parábase a escoitar, case en secreto, o son tan doce, que baixando
    banzo a banzo pola escaleira impregnaba a casa de harmonía.
    No piso de arriba habitaba aquel señor tan distinto aos demais. As mans delicadas,
    o pelo longo, branco, enmarcaba un rostro serio, nos labios non había palabras, nin
    sorriso. Pulcro, distinguido, a pesar da súa pobreza. Todo nel concordaba co seu nome,
    de artista, Iván.
    O pai da rapaza contaba que algunha vez fora un músico recoñecido que tocaba en
    grandes orquestras, pero algo rompeu a súa vida. Agora vivía sen compañía, sen amigos,
    nun cuarto de alugueiro nun barrio pobre da cidade.
    A rapaza recorda velo tocar algunha vez no bar que había no baixo da casa. O arco
    acariciaba o violín e un son suave e profundo estremecía o corpo. As notas cantaban:
    Amapola, lindísima amapola...
    O sr. Iván saía pola tarde e non regresaba ata a noite. Un día, ao pasar pola
    Alameda, a rapaza sorprendeuse ao velo nun banco. As súas mans non acollían o
    fermoso violín, no seu lugar un instrumento estrambótico, burlesco, que tentaba parecerse
    a un contrabaixo. Tiña por mastro un pau de vasoira, as cordas grosas semellaban estar
    feitas de tripas e a caixa de resonancia eran catro ou cinco vinchas de porco inchadas
    coma globos. Un prato no chan recollía as moedas que depositaban os paseantes
    atentos.
    A rapaza, confusa, recorda as miradas de compaixón, de desprezo cara ese vello
    tolo que, como se fose músico, tocaba tan ridículo instrumento. A rapaza, coa mirada
    baixa, non escoita o son rouco que enche o aire na Alameda, unicamente oe as risas de
    mofa e os berros infantís: vello das vinchas, vello das vinchas...
    Un día o sr. Iván abandonou a casa, a rapaza non volveu escoitar aquel son tan doce, que
    baixando banzo a banzo pola escaleira impregnaba a casa de harmonía.

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  107. EL SEPTIMO DE CABALLERIA

    En esa silla se sentaba mi abuela a tomar el mate. A través de la ventana, sus clarísimos ojos acuosos, en los que brillaban ecos de bandoneón a través de las desvencijadas gafas que se había traído de Buenos Aires, controlaba, siempre ojo avizor, el desarrollo de la guerra tras la ventana. No, no era la contienda que había asolado nuestra tierra unos años antes. Ahora vivíamos en paz, decían, bajo la tutela del General. Era la conquista del Oeste. La guerra de exterminio contra los pieles rojas que entorpecían la prosperidad y el crecimiento de la nación. Unos días caían los sioux, otros los navajos, otros los cheyennes, apaches o chiricauas. El nombre de la tribu a masacrar dependía de con cual se las tuviera que ver John Wayne o James Stewart en el Monelos, cine de barrio próximo a nuestro villorrio. Ya habrás adivinado, agudo lector, que nuestro escenario bélico no estaba ubicado, ni mucho menos, al oeste del Mississippi ni cosa parecida. Tras la ventana de mi abuela no pasaban despavoridas diligencias perseguidas por coleccionistas de cabelleras, ni bandadas de forajidos de cara de palo perseguidos por los federales. Que va, tan solo se extendía una calle sin pavimentar – cara al sol – cuyo sesteante polvo se veía despertado muy de vez en vez por el paso – alegre de la paz – de algún motocarro o algún destartalado Fiat “Balilla” que lo depositaba suavemente – impasible el ademán – sobre los sembrados de maíz o berzas – patriótica autarquía, cultivos de subsistencia – que la flanqueaban. Sembrados, aquellos, lo recuerdo bien, escenario de truculentas emboscadas a pedradas en las guerras contra los “indios” – aún más pobres que nosotros – de la vecina calle del Borrallón.
    El interés de mi abuela, tras su ventana que daba a aquel escenario de película de Rosellini en que transcurría nuestra particular “conquista del oeste” a pedradas, no era ni mucho menos estratégico, sino que era fruto de un desmedido instinto de protección, de manera que en las “guerras” y “batallas” que montábamos, siempre acababa bajando a defenderme del “enemigo” con la consiguiente rechifla de mis “compañeros de armas”.
    Cuando me invitaba a tomar el mate, yo sacaba el asunto a relucir e intentaba hacerle entender que me ridiculizaba con sus intervenciones. Me daba la razón, pero a la hora de la verdad nunca era capaz de reprimir su impulso protector.
    En una guerra con los “Sioux” del cercano barrio de Vioño (Eran de los más salvajes de la vecindad), me habían hecho prisionero y se disponían a sacrificarme en el poste de los tormentos (Uno de aquellos troncos negros de Telefónica) encendiendo una ridícula hoguera de papeles a mis pies. Me disponía a morir con la dignidad propia del hombre blanco, cuando, como el Séptimo de Caballería, apareció mi abuela doblando la esquina.
    - “¡Malevos! ¡Atorrantes! ¡Pelotudos! (Ya digo que había estado en la Argentina) ¡Ideslle queimar os zapatos novos de “Segarra” ao neno!”
    Tras la desbandada general de los “indios”, yo, con las orejas rojas de vergüenza y murmurando pestes contra mi abuela regresé a casa huyendo de las pullas de los compinches.

    Ahora, que estoy más para allá que para acá, visito a veces la casa y la pieza de mi abuela, que conservo cuidadosamente ajena al paso del tiempo. Miro a través de la ventana y ya no hay una calle polvorienta ni sembrados de maíz y berzas sino un triste y gris hormigón de barrio pobre. Pero si paso la yema de los dedos sobre el alfeizar, el respaldo de la silla, la calabaza, la bombilla del mate o el viejo saco azul colgado de la percha con que aquella adorable ex mucama galaico-porteña salía a defenderme o a hacer mandados, aun me parece oír, rescatándome del tedio, la trompeta salvadora del Séptimo de Caballería.

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  108. PAGANINI, ROBERT JOHNSON, EL DIABLO Y YO

    Estaba en la encrucijada tomándome un trago con el diablo. Me dijo: “¿Qué sabes hacer; chinita?”. “Tocar el violín” respondí. “Toca” repuso. Saqué del estuche el viejo Stradivarius de contrachapeado “made in china” de mi abuelo el monedero falso y acometí con más vigor que inspiración la “campanella” de Paganini, aquel viejo chivo. Cuando acabé, el diablo escupió un gargajo azufroso en el polvo. “Ah sí… hum… hum” murmuró acariciándose reflexivamente el cuerno derecho que, como todo el mundo sabe, es el lugar en que reside la sensibilidad musical de los diablos, del mismo modo que la de los fontaneros reside en la entrepierna. “El caso – prosiguió – es que me suena. Hasta me atrevería a decir que la compuse yo mismo cuando firme un pacto hace un par de siglos con aquel italiano chiflado… Fetuccini, creo que se llamaba”. “Paganini” corregí. “Bueno, sí, ese – concedió exhalando un suspiro de vapor sulfuroso – estos “espaguetis” ya se sabe. Pero, en fin, creo que también a ti puedo ofrecerte un buen contrato. Además, te presentare a otro de mis pupilos” Entonces chasqueó aquellos dedos de uñas mugrientas y de uno de los cuatro caminos de la encrucijada surgió un negro desmedrado, vistiendo un traje al que le sobraban dos tallas, con una funda de guitarra apolillada en la mano derecha. “Toca algo, Robert” ordenó. El tipo era parco en palabras. Así que se limitó a abrir el estuche y deslizando el vidrio del cuello de una botella por las cuerdas del mástil comenzó a entonar unas sinuosas melodías que hablaban de amor, trabajo, sexo, frustración y vagabundeo. “Oh” exclame admirada. “Te gusta, ¿eh? – sonrió satisfecho el de la cornamenta – pues bien, para celebrar nuestra nueva sociedad vayamos a tocar juntos a uno de mis locales preferidos”. Y sobre sus alas negras, volando sobre los algodonales del delta nos trasportó a un tugurio de New Orleans atestado de borrachos, vagabundos, prostitutas, chulos y toda la flor y nata. Allí, dimos un pequeño concierto: Mr Johnson con sus blues los hacia llorar, luego yo, acompañando con mi violín al de los cuernos, que rascaba con sus zarpas una tabla de lavar entonando unas rarísimas canciones en una jerga franco-luisiana – lo llamaban cajun-zydeco – poníamos a bailar a aquella abigarrada tropa. Pero la apoteosis llegó a su punto álgido cuando, a los bises, interpreté la “campanella” haciendo saltar como posesos – nunca mejor dicho – sobre la alfombra de serrín, cascaras de cacahuetes, colillas y vidrios rotos del local, a aquella congregación de pecadores.
    Aun ahora que soy una violinista consagrada a nivel internacional y toco un auténtico Stradivarius y a veces un Guarneri en los más selectos escenarios de Europa, acudo de vez en cuando a la encrucijada. En aquel lugar, provenientes de cada uno de los cuatro puntos cardinales, surgimos Paganini, Robert Johnson, el Diablo y yo para nuestra jam-session anual. Y en ningún otro lugar suena la “campanella” tan… gozosamente “campanella” y saltarina como allí, en el falso “Stradivarius” contrachapeado de mi abuelo.

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  109. TURNO DE NOCHE
    -¡Ventana cerrada, ventana cerrada, aire acondicionado... ¡Carmina, ventana del
    quinto abierta de par en par!
    -¡En esta otra del segundo huele a niño!-
    -Vale, Carmina, entonces yo entro en la del quinto.-
    - ¡Feliz jornada, amiga!-
    - A ver, ¿dónde está la criatura?- Carmina sobrevuela encima de dos adultos,
    esquivando toses y ronquidos. Los adultos giran y giran encima de la arrugada
    sábana. Al llegar al dormitorio contiguo, va directa a la cuna y observa unos segundos
    al lactante. Estirado cual portero a punto de parar un penalti, el rollizo bebé sonríe
    disfrutando de las desconocidas aventuras en sus sueños.
    - ¡Qué mofletes tan adorables... y mira que piernitas rollizas!-
    Saturada por la emoción -¡a ver si me va a dar el síndrome de Stendhal!- la mosquito
    se posa en el colgante móvil de estrellas luminosas.
    Ansiosa, desciende y revolotea entre las plantas de los pies del infante, escogiendo.
    Ya decidida, va a posarse sobre uno de los dedos gordos cuando el durmiente lanza
    una patada al aire que la envía a uno de los barrotes de la cama.
    - ¡Vamos, Carmina, gajes del oficio!- se anima.
    Retoma el vuelo y esta vez se acerca a uno de los jugosos muslos. El crío se gira y
    se vuelve a girar y entre ambos se establece un vaivén serpenteante que casi la
    aplasta. Sobrevolando el final de la espalda, a punto de atacar el muslo derecho, un
    repulsivo olor la obliga a alejarse hasta ls pared junto a la puerta del dormitorio.
    -¡Vaya con las deposiciones de los niños! ¿Será este olor como el ajo para los
    vampiros?- Filosofa medio aturdida.
    Tras unos minutos de recuperación, vuelve al ataque. Veloz, se acerca a la cara del
    pequeño y este, inconscientemente, lanza un estornudo que la manda fuera de la
    cuna hasta golpearse con el cambiador. Carmina, maltrecha y volando a ras del suelo,
    decide probar suerte con los adultos.
    Mientras abandona la habitación, al bebé, inmerso en sus sueños, se le escapa una
    sonora flatulencia y una contagiosa carcajada infantil.

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  110. Publico el magnifico y rejuvenecedor relato de Maria Elena.

    Almohada (Feliz) Gato (Negro) Verdad (Verdadera) Canción (Del Juez) Mirada (Preocupada) Camino (Extraño) Vestido (Raro) Luz (De luna) Caja (Invisible) Movimiento (Continuo)

    LOCOS DISPARATES

    - ¡Hombre, Yago!
    - ¡Hola, mamá! ¿Qué tal?
    - Bien, bien.
    - Tenía ganas de verte.
    - Y yo.
    - ¡Que suerte tuvimos!
    - ¿Qué llevas ahí?
    - ¿Dónde?
    - En esa caja.
    - ¿Qué caja?
    - La que llevas.
    - ¡Si es invisible!
    - Pues yo creo que la estoy viendo.
    - Y también el gato negro que va dentro. Es un tigre. Se llama Ban Ban
    - ¿Un tigre negro?
    - ¿Te acuerdas aquella amiga mayor que tenía hace mucho tiempo?
    - Sí ¿La que te volvía loca?
    - Esa. Cada vez que me liaba para hacer alguna fechoría me decía: “¡Venga! No seas aburrida”
    - ¿Qué le importa una mancha mas al tigre?
    - Pero llegó un día en que si le importó. Se quedó sin espacios.
    - Es gris, gris muy oscuro. Casi negro.
    - ¡Que tranquilo para ser un tigre!
    - Porque me quiere mucho. Como lo liberé de tantos follones…
    - Y además está contento.
    - Desde que le compré la almohada feliz… ¡Está feliz!
    - ¿Y venias cantando o algo así?
    - Si. La canción del juez.
    - Ni idea.
    - “Una vez había un juez que vivía en Aranjuez. Fue a pescar un gran pez. ¡Una, dos y tres!”
    - ¿Por qué cantas tan bajito?
    - ¡Shsss! Porque si se entera se lo quiere comer.
    - Vaya.
    - ¿Ese vestido que llevas es nuevo? No te lo había visto nunca.
    - ¿Te gusta?
    - Si, con muchos colores. Es alegre. Un poquitín raro.


    - Es que es fluorescente. Por la noche, con la luz de la luna, es cuando más se nota. Yago ¿Te pasa algo?
    - ¿Por qué?
    - No sé, te lo noto en la mirada. Es la mirada de cuando estás preocupado.
    - Bueno… la verdad verdadera, un poco sí. Últimamente me pasa algo raro: a media mañana cuando salgo a despejarme, noto las calles, todo el camino como extraño, como si estuviera en continuo movimiento.
    - ¿Pero ves algo más?
    - Sí. Veo elefantes azules. Por todos lados.
    - ¿Y has visto al doctor?
    - No, solo elefantes azules.


    Maria Elena

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  111. YIN Y YANG

    Almohada. Gato. Verdad. Canción. Mirada. Camino. Vestido. Luz. Caja. Movimiento

    Hoy no me levanto yo

    Todas las noches tenía una húmeda almohada anegada de una lluvia de colores. Tenía el mecanismo de una taraceada caja de música en la que danzaban hadas y bailarinas desnudas con unos cisnes bajo esa lluvia. Tenía un estrellado, oscuro y melancólico vestido nocturno envidioso de la blanca desnudez de esas bailarinas. Tenía un silencioso gato cuya bruñida e inmóvil porcelana envidiaba también la palpitante y nívea suavidad del plumaje de esos cisnes. Y con eso creía tenerlo todo. Pero todas las mañanas cuando la cuerda de esa caja de música se agotaba, bailarinas, hadas y cisnes inmóviles, tenía la maldita luz del rayo de sol que, filtrándose a través de la persiana, con su dedo en que ya solo danzaban indiferentes partículas de polvo, me mostraba, implacable, el ominoso camino de la oficina. Allí, pleno día, luz de neón en lugar de lluvia coloreada, todo era distinto: Canción mecánica de teclados, impresoras, fotocopiadoras, chismes de fin de semana y resultados de futbol. Torpe movimiento de funcionarios, en lugar de danza de hadas, manejando blancos papeles que no eran plumas de cisne. Ningún estrellado vestido nocturno: trajes sastre, corbatas, chalecos. Miradas recelosas de felinos oportunistas y trepas en lugar de la melancólica del gato de porcelana que ansía ser cisne. Todo del gris color de la mentira. Algún día, haré acopio de valor y, desobedeciendo al polvoriento rayo de sol de la cotidianeidad, me quedaré para siempre en la umbría verdad nocturnal de mi habitación.

    Hoy sí que me levanto yo

    Aunque esta meliflua almohada con su muelle cuerpo de mujer susurre a mi oído apenas despierto húmedas palabras para retenerme a su lado. Aunque su cómplice, la taimada gata de la lujuria acaricie con su sedoso pelambre la pereza de mi piel erizada de deseo. Aunque estos cautivadores embelesos de la somnolienta penumbra de mi habitación tengan ciertos visos de acomodaticia verdad, he de abrir los ojos ahora. Aunque la narcotizante y perversa canción de las sirenas meciéndome sobre las sinuosas olas del colchón parezca irresistible, sé que, como Ulises, he huir de esta Circe doméstica, aunque con la mirada larga pueda divisar en el horizonte del incierto camino hambrientos ciclopes, mares tormentosos y acantilados magnéticos devoradores de navegantes cotidianos. Así que me pongo mis grises vestidos de hombre y salgo a la luz sombría de la calle de este siglo abominable. Y aunque sé que cada día, cada hora, cada minuto, Pandora abrirá su siniestra caja para liberar fantasmas, mezquindades, desengaños, guerras y tiranos, he de continuar caminando en esperanzado movimiento, porque sé que en algún lugar encontraré mi Ítaca.

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  112. METAMORFOSIS

    Morales se había enamorado de Merceditas como un colegial. Ella era una compañera de trabajo poco agraciada. Por otro lado poseía una mente prodigiosa. Una brillante inteligencia, amplia cultura, educada y siempre con una alegre sonrisa. En el trabajo era seria, responsable y eficiente. Por eso a nadie extraño que, cuando se jubilo Menéndez, fuera nombrada para dirigir nuestra sección.
    A partir de ese momento comenzaron los primeros cambios. Aquella fea y descuidada trenza, que debía llevar desde sus tiempos de colegiala, despareció dando paso a una corta y vistosa melena. Suaves toques de maquillaje alrededor de sus ojos, ligero colorete en sus mejillas, junto a un tenue color rosa en sus labios, propiciaron un favorecedor cambio en su aspecto.
    Posteriormente aquellos horrorosos vestidos que cubrían su cuerpo desde el cuello hasta debajo de las rodillas, donde aparecían unos gruesos calcetines, fueron sustituidos por elegantes chaquetas que combinaba con ajustadisimos pantalones y llamativas minifaldas. Desaparecidos los calcetines, sus pies se sustentaban en unos elegantes zapatos de alto tacón.
    El cambio se completo cuando, durante unas cortas vacaciones, se implanto unas agresivas y desafiantes siliconas, produciendo la total transmutación de la feucha Merceditas en la deslumbrante y atractiva señorita Mercedes.
    Otro cambio importante fue la critica y corrección de nuestros informes. Cuando no estaba de acuerdo con alguno de ellos, salia de su despacho haciendo sonar una chirriante campanilla para captar nuestra atención. Entonces se situaba en el centro de la amplia sala, frente al responsable del documento en cuestión. Y allí, delante del resto de sus compañeros, le reconvenía poniendo de manifiesto sus errores y olvidos con una cierta acritud.
    La crisis llego el día que Morales entrego su estudio sobre las posibilidades de expansión de nuestra empresa en el mercado chileno. La señorita Mercedes le hizo comparecer ante ella y el resto de sus compañeros. Le arrojo el grueso informe a sus pies tildándolo de basura. En ese momento Morales lanzó un gruñido y se abalanzo sobre ella manoseando y besando aquellos pechos recauchutados, mientras intentaba meter una mano por debajo de la minifalda.
    Nos quedamos petrificados, incapaces de movernos hasta que, alertados por los gritos, entraron dos miembros del servicio de seguridad de la empresa que se llevaron a Morales a horcajadas. La señorita Mercedes se levanto del suelo, introdujo una teta dentro de la blusa, se compuso la ropa y marcho con un rítmico taconeo hacia su despacho, mientras se atusaba el desordenado peinado.
    No volvimos a ver a Morales, supimos más tarde que había pasado una larga temporada en una clínica de reposo, tras lo cual la empresa le traslado a las oficinas de Santander con la condición de hacer terapia de forma regular. Por su parte Mercedes continua su imparable ascenso por el organigrama de la empresa, de lo que me alegro pues nadie lo merece más que ella. Seguimos viéndonos una o dos veces por semana en una habitación del Hotel Conde-Duque. Yo querría que nuestra relación saliera de la clandestinidad, pero Merceditas no quiere, dice que le repugna la idea de divorciarse del pobre Morales.

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  113. CANCIÓN TRISTE DE HILL STREET

    Caminé decidido hacia la puerta de Urgencias. Nunca me gustaron los Hospitales. Atravesé un estrecho pasillo donde se acumulaban pacientes, familiares y camillas, obligándome a seguir un quebrado camino. Afortunadamente nadie reparó en mi. Mi discreto vestido de sanitario me hacia pasar inadvertido.
    Mediante un calculado movimiento alcancé el ascensor que me llevo a la cuarta planta. Entré en una habitación iluminada con una luz opaca y sombría. El hombre que ocupaba la cama se volvió hacia mi con una mirada de extrañeza.
    Cogí la almohada sudada y la coloque presionando sobre su cara. Intento defenderse, pero apenas tenia fuerzas y, en escasos segundos, se paralizó su caja torácica.
    Mientras caminaba hacia la salida pensé que estaba perdiendo facultades. Esa era la cruda verdad. Aquel objetivo no debió sobrevivir al calculado accidente. Este fallo me haría parecer negligente y, eso en mi profesión, era el comienzo del fin.
    En la calle, encendí un cigarrillo contemplando como, un gato peludo y sucio, devoraba restos de comida junto a un contenedor de basura. Eche a andar sobre el asfalto mojado, mientras en mi cabeza no dejaba de sonar una triste y amarga canción.

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  114. AL RICO CANAPÉ


    Salió a recibir a los invitados vestido con un traje de papel de aluminio. Aquella era su ultima manía. Un gurú de fama incierta, había atribuido sus jaquecas y su insomnio a una improbable hipersensibilidad electromagnética, particularmente a las radiaciones gamma. La mejor manera de protegerse de ellas era mediante papel de aluminio.
    Había que reconocer que el traje estaba perfectamente confeccionado. Pantalones y chaqueta en aluminio amarillo, camisa de color blanco y una absurda pajarita en papel rojo. La cabeza cubierta por un ridiculo sombrerito a juego con el traje.
    Míster McGill, se había atrincherado en su casa, de la que no salía desde hacía más de dos meses, y organizaba la fiesta para conmemorar su primer mes de dulces sueños. Naturalmente sus superiores estaban preocupados. Pensaban, con razón, que su desvarío le podía llevar a cometer errores de bulto.
    Atravesé el salón, con un bourbon en la mano, esquivando los camareros con bandejas de canapés y devolviendo algún que otro saludo. Me dirigí hacía el interior de la casa y subí la escalera hasta el primer piso. El despacho se encontraba al fondo de un largo y amplio pasillo. Me senté en el sillón y encendí el ordenador.
    McGill siempre utilizaba nombres de flores para sus contraseñas y azalea me permitió abrir la carpeta de documentos clasificados. Hice una copia en el pendrive que llevaba preparado. Los borre del ordenador e introduje un virus que se comería literalmente el disco duro.
    Con naturalidad me incorpore a la fiesta, justo en el momento en que la dueña de la casa, vestida con un elegante traje de papel de aluminio rosa, ofrecía a los invitados una bandeja repleta de rayitas de polvo blanco. Me acerqué a ella y le susurre al oído las gracias por ponernos sobre aviso de los desvaríos de su marido. Rechacé la coca. Con el estomago vacío me suele producir un dolor de cabeza que sólo se me quita con la maría y era demasiado temprano para empezar ya con la química.
    Salí al jardín para llamar por teléfono. El Presidente podría dormir tranquilo. La locura del jefe de la seguridad nacional ya no suponía un peligro.

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  115. METAMORFOSIS

    Morales se había enamorado de Merceditas como un colegial. Ella era una compañera de trabajo poco agraciada. Por otro lado poseía una mente prodigiosa. Una brillante inteligencia, amplia cultura, educada y siempre con una alegre sonrisa. En el trabajo era seria, responsable y eficiente. Por eso a nadie extraño que, cuando se jubilo Menéndez, fuera nombrada para dirigir nuestra sección.
    A partir de ese momento comenzaron los primeros cambios. Aquella fea y descuidada trenza, que debía llevar desde sus tiempos de colegiala, despareció dando paso a una corta y vistosa melena. Suaves toques de maquillaje alrededor de sus ojos, ligero colorete en sus mejillas, junto a un tenue color rosa en sus labios, propiciaron un favorecedor cambio en su aspecto.
    Posteriormente aquellos horrorosos vestidos que cubrían su cuerpo desde el cuello hasta debajo de las rodillas, donde aparecían unos gruesos calcetines, fueron sustituidos por elegantes chaquetas que combinaba con ajustadisimos pantalones y llamativas minifaldas. Desaparecidos los calcetines, sus pies se sustentaban en unos elegantes zapatos de alto tacón.
    El cambio se completo cuando, durante unas cortas vacaciones, se implanto unas agresivas y desafiantes siliconas, produciendo la total transmutación de la feucha Merceditas en la deslumbrante y atractiva señorita Mercedes.
    Otro cambio importante fue la critica y corrección de nuestros informes. Cuando no estaba de acuerdo con alguno de ellos, salia de su despacho haciendo sonar una chirriante campanilla para captar nuestra atención. Entonces se situaba en el centro de la amplia sala, frente al responsable del documento en cuestión. Y allí, delante del resto de sus compañeros, le reconvenía poniendo de manifiesto sus errores y olvidos con una cierta acritud.
    La crisis llego el día que Morales entrego su estudio sobre las posibilidades de expansión de nuestra empresa en el mercado chileno. La señorita Mercedes le hizo comparecer ante ella y el resto de sus compañeros. Le arrojo el grueso informe a sus pies tildándolo de basura. En ese momento Morales lanzó un gruñido y se abalanzo sobre ella manoseando y besando aquellos pechos recauchutados, mientras intentaba meter una mano por debajo de la minifalda.
    Nos quedamos petrificados, incapaces de movernos hasta que, alertados por los gritos, entraron dos miembros del servicio de seguridad de la empresa que se llevaron a Morales a horcajadas. La señorita Mercedes se levanto del suelo, introdujo una teta dentro de la blusa, se compuso la ropa y marcho con un rítmico taconeo hacia su despacho, mientras se atusaba el desordenado peinado.
    No volvimos a ver a Morales, supimos más tarde que había pasado una larga temporada en una clínica de reposo, tras lo cual la empresa le traslado a las oficinas de Santander con la condición de hacer terapia de forma regular. Por su parte Mercedes continua su imparable ascenso por el organigrama de la empresa, de lo que me alegro pues nadie lo merece más que ella. Seguimos viéndonos una o dos veces por semana en una habitación del Hotel Conde-Duque. Yo querría que nuestra relación saliera de la clandestinidad, pero Merceditas no quiere, dice que le repugna la idea de divorciarse del pobre Morales.

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  116. EN EL CENTENARIO DE KAFKA

    La rata sonrió en aquel momento feliz: al fin había terminado su relato. No es que las ratas sonrían ni mucho menos escriban relatos. Es que el autor, después de largas horas intentando componer uno que incluyera ratas sonrientes – enojoso encargo de un editor chiflado – cuando finalmente lo consiguió, con una jubilosa sonrisa de oreja a oreja, fue a saciar su sed al grifo del lavabo. Entonces se encontró con que el espejo devolvía su imagen prodigiosamente metamorfoseada. Perplejo, se palpó el húmedo hocico, los desarrollados incisivos y las temblorosas antenas de los bigotes.
    Recordando a aquel escritor bizantino del año de la pera, que había dicho que la inspiración literaria podía compararse con una visita de los ángeles, pensó angustiado:
    “Joder para la visita de esos cabronazos con alas. A ver qué va a pensar mi mujer cuando me vea con esta pinta. Seguro que se encaramará chillando en una silla, y se subirá las faldas, no precisamente para hacer el amor. Para revertir esta enojosa situación, tendré que pasarme unas cuantas horas más redactando otro relato en el que las ratas escriban sobre humanos sonrientes”
    *****
    “¡¡¡Malditos desertores!!! Llevo tres noches en vela, no se me ocurre nada, ya me he comido todo el queso de la nevera y todavía sigo esperando a los ángeles.


    MANÁ

    No hago más que soñar con una copiosa lluvia de riñones, muslos crujientes, palpitantes corazones y jugosas lonchas de lomo. Sobre todo, en estos últimos días. Todo comenzó cuando aquel hombre vestido de blanco llego a nuestra isla para reprochar nuestras bárbaras – decía él – costumbres alimenticias. Cuando intenté defenderlas alegando que desde hacía muchos años era la costumbre de nuestros antepasados y que no veía ninguna otra alternativa de proveer a nuestra subsistencia, él, con la más elocuente de las verborreas me convenció diciendo que los ángeles de su fe siempre alimentaban a sus creyentes dejando caer desde el cielo una abundante lluvia de apetitosos manjares. Luego alegando que “la mies es mucha” – cosa que no comprendí muy bien – y tras exhortarme a que confiara en los ángeles se fue muy contento.
    Ha pasado dos estaciones. Desde el cielo nos han llegado tres ciclones, dos erupciones volcánicas y un tsunami, pero de los seres alados que decía el santo varón, ni rastro. Como los mangos, ñame, raíces y demás frutos de la tierra me producían insoportables diarreas y cólicos, me he visto forzado a volver a mi vieja dieta. No sé qué hacer, porque ahora ya solo quedamos cuatro vecinos en nuestra minúscula isla: un par de ancianos decrépitos de carnes secas y correosas, mi mujer y yo. Y aunque a la pobre le tengo un cariño inmenso, no puedo evitar una excitada ebullición de mis jugos gástricos imaginándome sus higadillos marinados en zumo de limón y leche de coco. Y el tiempo pasa y todavía sigo esperando a los ángeles.

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  117. MELOCOTONES PODRIDOS

    Contraviniendo todas las leyes, y desafiando el riesgo de ser enviadas a la planta de desguace habían decidido ponerse nombres ya olvidados. “Yo seré Julia”. “Y yo seré Mariana”, se dijeron. También, pecado todavía más grave, habían resuelto gozar del irresistible contacto de la piel del hombre, el último hombre, al que también habían bautizado con el prohibido nombre de Adán. Para vencer la tediosa monotonía del viaje, más allá de la gran nube de Magallanes habían sucumbido a la tentación. Descriogenizaron a aquel espécimen de epidermis rosada y turgente y gozaron de su contacto. Aunque ellas carecían de órganos sexuales complementarios a los de aquel ejemplar en extinción, les resultaba muy gratificante, a pesar de su aspecto simiesco que recordaba sus ancestrales orígenes, acariciar con sus tentáculos de silicona polipropilenica la superficie de aquella piel erizada y el suave racimo de vello que rodeaba el obsoleto órgano reproductor. Aunque no alcanzaban a adivinar los pensamientos, si es que los tenía, de aquel prohibido compañero de viaje, a lo largo de este se estableció entre ellos una suerte de camaradería, de modo que incluso permitían a aquel ejemplar salir al exterior a realizar las tareas de mantenimiento de la nave. Un día, a la altura de la enana de la Osa Mayor, a través de los monitores contemplaron despavoridas, como aquella especie de mono, liberándose de los cables que lo unían a la nave, se alejaba dirigiendo los propulsores de su espalda hacia las insondables fauces de un agujero negro, desapareciendo en él.
    Y justo en ese momento Julia le dijo a Mariana “No va a volver jamás”. “Oh, cielos, que callada se tenía su aversión hacia nosotras ese primate traidor. No lo comprendo, pero resulta evidente que no le gustábamos” – gimió su compañera – pero tras un titubeo, añadió resuelta: “Bueno, aún nos queda la piel de Eva”. Y aquellas libidinosas criaturas corrieron a la capsula donde yacía la última mujer. Pero, quizá por prejuicios atávicos de la extinguida sexualidad humana que había quedado registrada en lo más recóndito de sus microcircuitos, la piel de aquella “Eva” no ejercía sobre ellas la misma atracción que la del fugitivo “Adán”, así que dejaron seguir reposando el cuerpo de la mujer en su lecho de hielo.
    La monotonía del viaje a través de las Andrómedas se les hacía insoportable a nuestras melancólicas 01001010 y 11010001 – ya no les hacía gracia jugar con nombres de la lengua extinta – que añoraban la ya remotísima epidermis del fugitivo. “Oh su piel” gemía exhalando un vaporoso suspiro de ozono 01001010. “Oh, y la suavidad de aquel vello entre sus muslos” sollozaba 11010001, mientras por su polipropilenica mejilla se deslizaba una lagrima de lubricante.
    Entonces se acordaron del invernadero. Y de los melocotones. “Su piel tiene la misma maravillosa textura que la de nuestro ingrato y añorado Adán”. Corrieron esperanzadas, hacia el invernadero. Pero, oh, maldición de maldiciones, entre sus placidos escarceos con el último hombre y la melancolía subsiguiente a su huida, habían descuidado por completo su cuidado y se encontraron con un yermo jardín de plantas muertas y melocotones podridos de piel rugosa y maloliente.
    “Oh cielos, la misión arruinada. No habrá repoblación de especies obsoletas, ni Adán y Eva, ni hombres y plantas en galaxia Pegasus. Y nos hemos saltado todas las leyes” gimió una. “A ver como explicamos esto. Nos desguazarán” sollozó la otra.
    Así que, llorando por la pérdida del hombre y de los melocotones, pusieron los controles de la nave rumbo a la nada del agujero negro más próximo.

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  118. EL MORLOC

    Llevo dos noches recluido en este oscuro cubículo. No recuerdo con lucidez por qué estoy en él, pero lo cierto es que en este infecto cuchitril me encuentro muy incómodo. Pero mucho peor es el tenebroso bosque exterior que envuelve este dudoso refugio en el que sé que moriré. Oh Dios, que lejos me siento en este momento de mi coqueto piso de incorregible soltero en mi remoto y viejo Toronto.
    Todo comenzó con un festín en un oscuro figón de Toronto con mis compinches, en el que corrieron con profusión todos los excesos. Sucedió que, en el cenit de nuestros delirios etílicos, yo, pletórico de vino y de opio, preso de un furor demente, empuñé un enorme trinchero, me incorporé sobre los restos de huesos y otros desechos de pucheros, potes y peroles y grité: “¿Quién de vosotros, dilectos mequetrefes, tiene los suficientes bemoles con los que embestir y vencer un oso grizzly solo con este ridículo trinchero como instrumento ofensivo? Yo, por Belcebú, os juro que sí”.
    Como es lógico, ese imprudente y loco reto no quedó impune. Mis compinches, incrédulos, me ofendieron con estruendosos silbidos reflejo de su escepticismo burlón, y como incluso ebrio, soy hombre con profundo sentido del honor, hoy me encuentro perdido en este siniestro bosque del Yukón, tullido y muerto de terror dentro de este oscuro reducto cuyo origen desconozco.
    Solo me sostiene el inútil orgullo de sentir que lo hice. Es cierto, liquidé un grizzly, pero después de rendir un excesivo precio: porque, sí, conseguí hundirle el mortífero trinchero en el cuello y después en su ojo izquierdo, removiéndolo en un vigoroso intento de herir su obtuso cerebro, pero en el ínterin, este me devoró un pie, siete dedos, el pómulo y el ojo izquierdo. Por ende, mi muslo y hombro derechos son un confuso soufflé de nervios, músculos, tendones y huesos rotos. Pero lo terrorífico es que en este momento sé que los enormes osos no son, ni mucho menos, los peores enemigos del hombre en estos siniestros bosques.
    Sigue…

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  119. Continuación de “El Morloc”

    Recuerdo que en el tiempo en que llegué, me mofé e hice oídos sordos, riéndome de los medrosos mitos de los indios sobre el Morloc del Bosque: “Gilipolleces de estos semihombres” me dije. Pero hoy lo sé. Sé que el horror del Morloc es cierto e indiscutible. Porque después de que recobré el conocimiento, pírrico vencedor del feroz duelo con el oso, toqué su hirsuto pelo gris gruñendo: “Te tengo muerto y bien muerto, viejo y noble enemigo”. Luego, con un suspiro de triunfo, escudriñé con mi único ojo el umbrío techo del bosque sobre mí. Entonces el júbilo por mi cruento éxito se esfumó en cuestión de segundos, porque un perverso y frio murmullo procedente del oscuro verdor, pronunció mi nombre con un siniestro siseo que me heló el cerebro. Y sentí sobre mí, desde el sombrío verde gimiente por el oso muerto, miles, millones de ojos puestos sobre los míos, que, cubriéndome con un velo de odio viscoso, me hicieron huir preso de un delirio de terror, retorciéndome frenético sobre los restos de mi cuerpo tullido. Y huyendo, me precipité en el interior de este lóbrego encierro en el que estoy siendo digerido por el Morloc.
    Sí, digerido, como lo oís, porque lo que en principio creí un refugio seguro lejos del horror del bosque, resultó ser el vientre del mismo Morloc y lo que creí ser el viscoso y húmedo suelo de un mísero cobertizo son sus jugos digestivos disolviendo en un lento pero ineludible proceso nutritivo todos los miembros de mi cuerpo roto. Porque, qué horror, por fin lo comprendí, el Morloc de los mitos del Yukón constituye un todo: el bosque, los osos, el ominoso susurro del verde umbrío, los indios, lo oscuro, mi propio ojo y mis miembros perdidos y muy pronto lo seré yo entero. En mi delirio seminconsciente percibo que en este momento solo subsiste de su perenne proceso digestivo el extremo superior de mi cuerpo, el torso desde el esternón, los restos del rostro y el cerebro. Un sonido estridente, como un estruendoso eructo que conmueve los estrechos y móviles límites de mi encierro me sugiere el término del proceso digestivo del monstruo. Solo espero que el trinchero de hierro, que conservé desde el principio fuertemente sujeto entre los pocos dientes que sobrevivieron después del feroz encuentro con el oso, le resulte terriblemente indigesto.

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  120. UN MAL DIA

    La situación era desesperada. Me encontraba totalmente arrinconado por tipos armados, dispuestos a todo por acabar conmigo. Su jefe, Homer, un mafiosillo con un cerebro huérfano de luces, no era capaz de agradecerme haber acabado con su predecesor, promoviendo su ascenso. En lugar de eso había optado por la venganza y en esas nos encontrábamos.
    Los gorilas, Flanders y Skiner, me localizaron mientras comía unas deliciosas costillas a la parrilla con salsa de sirope de arce. No me dieron tiempo ni siquiera a pagar la cuenta. Espero que Moe no me lo tenga en cuenta. A duras penas pude salir por la puerta trasera, mientras a mi espalda comenzaba un concierto de disparos.
    En mi huida he logrado refugiarme en los almacenes abandonados, a las afueras de Springfield, pero siento a los perros cada vez más cerca. Han recibido refuerzos y están bien armados. Yo, en cambio, me estoy quedando sin balas, aunque creo que en el último intercambio he alcanzado a uno de ellos, al menos he escuchado una maldición junto al ruido de un cuerpo cayendo al suelo. Esto parece haber enfriado sus ánimos y se muestran más cautos.
    La herida del brazo, sangra menos y apenas duele. Lo peor es que no puedo moverme del lugar donde estoy. Cada vez que intento, tan solo, cambiar de postura suena un disparo de advertencia, por lo que me resulta imposible intentar alcanzar la salida.
    El pequeño Milhouse, ya me había advertido el día anterior. Julius, mano derecha de Homer, andaba preguntando por mi y eso no era buena señal. No debía de haber salido solo a la calle. En realidad unos días fuera de la ciudad, hasta que se calmasen las aguas, habría sido mejor decisión que ir a almorzar a la taberna de Moe.
    Mande mensajes solicitando ayuda a varios de mis contactos, gente en la que, a veces, se puede confiar. Barney y Smithers, ni siquiera se han molestado en contestar. La secretaria de Burns, dice no poder localizar a su jefe y Clancy se encuentra de viaje.
    Tan solo Charly ha contestado diciendo que me envía ayuda. De eso hace ya casi una hora y todavía sigo esperando a los ángeles.


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  121. LIBERTAD, IGUALDAD, LEY.

    En las frías y oscuras salas del convento, resonaban los airados pasos de Ramón de Pedrosa. Aquella mujer le había humillado. Secretamente enamorado de ella, le ofreció su apoyo, su protección. Pero nada de esto parecía provocar la más pequeña muestra de agradecimiento. Muy al contrario se mostraba firme y resuelta, sin el menor atisbo de arrepentimiento.
    Atribulada en su celda, se asomo a la ventana mirando con ojos nuevos el esplendor de la primavera. El barrio del Albaicin, iluminado por el sol de mayo, exhibía un colorido mosaico de flores. Recordó las noches pasadas junto a aquellas mujeres que tanto le ayudaron con la costura y bordado.
    Se volvió al entrar la novicia que acompañaba su cautiverio. Se acercó extendiendo sus brazos con una muda pregunta en la mirada, y justo en ese momento, Julia le dijo a Mariana: no va a volver nunca.
    Aquellas palabras fueron un bálsamo en su alterado espíritu. Las amenazadoras visitas de don Ramón, con sus insinuaciones de intimidación y chantaje, ponían a prueba su entereza. Ahora lo que más precisaba era sosiego para aliviar su pesadumbre. Olvidar los duros interrogatorios y el simulacro de juicio a que fue sometida.
    Necesitaba recordar la última tarde, ya tan lejana, que paso con sus hijos. Podía escuchar sus voces y risas infantiles, llenando el espacio de la casa, ahora vacía y desolada. Entró otra novicia trayendo su cena, pero como en días anteriores no tenia apetito. Prefería acostarse temprano y así poder soñar con los niños durante todo el tiempo del que dispusiera.
    Frente a la puerta del convento de Santa Maria Egipciaca, transcurre un camino que conduce al Campo del Triunfo, donde mañana, 26 de Mayo, será ejecutada mediante garrote vil, Mariana Pineda, por el grave delito de bordar tres palabras en una bandera morada.

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  122. UN SORPRENDENTE BENEFICIO



    Noté un hormigueo en mis pies cuando comenzó el juego. En un punto el desorbitado riesgo, por otro obtener un copioso beneficio. Eso fue lo que me hizo concurrir, comprometiendo mi protección y poniéndome en peligro.
    Los primeros turnos me fueron benévolos, fui perdiendo dinero sin excesos y en proporción con lo percibido, me defendí, y conserve el equilibrio.
    Lo peor vino en el momento en que se incorporo Luis. Este presuntuoso, comenzó subiendo de pronto el monto de los envites. Pero obteniendo Jesus el beneficio.
    De pronto, sin ningún guiño previo, Leo los denuncio como fulleros cogiendo un rey del bolsillo de Jesus. Del otro bolsillo surgió un cuchillo de enormes dimensiones, con el que intento embestirnos.
    En medio del conflicto me tire en el suelo, con los disparos de esos energúmenos percutiendo sobre los muros del sótano. De súbito ceso el ruido siendo sustituido por un sospechoso silencio.
    Inquieto, intente descubrir lo sucedido. Lo primero que vi fue el difunto Enrique, mi socio, con el trinchete de Jesus hundido en su pecho.
    Me puse en pie entre los cuerpos muertos de todos los bribones. Observé el mugriento cubil viendo el suelo cubierto de dinero. Recogí, de uno en uno, los billetes, metiendo en mis bolsillos todos los que pude.
    Me jure no volver por estos sitios siniestros, corri muerto de miedo, pero contento por el fortuito imprevisto que me proporciono un sorprendente beneficio.


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  123. SOLO SOMBRAS

    Esperaba, mientras paseaba la calle de una a otra esquina. A pesar de que el sol se resistía a desaparecer y dar paso al crepúsculo, las sombras se instalaron pausadamente, acompañadas de una suave y fresca brisa.
    Me desesperaba la espera. Solía ser yo quien se presentaba con retraso a las citas. En esta ocasión, asistía a una situación insólita, algo a lo que no estaba acostumbrado.
    Mi secretaria me aviso de la posibilidad de que esto sucediera. La persona con la que estaba citado, acostumbraba a retrasarse con cierta desidia, en la medida de lo posible.
    Comencé a sentir un cierto desamparo ante su absentismo. Me soliviantaba la desgana de ciertas personas, ante la que mi rigurosidad de nada servia.
    Sospechaba que se hubiera suspendido la entrevista estipulada sin avisarme previamente. La esposa del sujeto me asesoro específicamente del espacio y el instante escogido.
    La oscuridad se adueño del paseo, haciendo invisibles los álamos. Al fondo una sombra simulaba acercarse. Cuando se hallo en mi presencia vi que se trataba solamente de un sabueso sin collar con aspecto despistado.
    Me subí el cuello del sobretodo poniéndome a resguardo bajo el soportal. Mis manos en los bolsillos empezaron a entonarse, ayudando a sosegar mis sentidos y a suavizar mi disposición.
    Desde mi observatorio atisbe la súbita aparición de la persona esperada. El señor Subirats paseaba despreocupado silbando una sonora salmodia. Al verme, se acercó sonriente con su mano extendida en señal de saludo.
    Su rostro hasta entonces sereno, se desencajo al ver el oscuro resplandor de mi astra semiautomática. No tuvo tiempo para más. Sus restos se descubrirían al día siguiente cuando los barrenderos pasaran aseando las calles.

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  124. RELIQUIAS

    En el silencio solo alterado por el susurro de la brisa entre las hojas de los alisos y el bisbiseo de nuestras oraciones por la imposible salvación de su alma, le dimos sepultura. En nuestras mochilas nos llevamos dos recuerdos de él: Susana, la mano, detestable instrumento de golpes y sevicias, y yo, la embustera lengua con la que simulaba arrepentimientos. Salimos de la sombra del bosquecillo a la soleada senda muy satisfechos de haber salvado a mamá de la abusiva opresión de papá.
    Apresurándonos, corrimos, corrimos y corrimos. No queríamos llegar con retraso a la escuela.

    SORPRESAS Y SINSABORES DE DOS PESCADORES FURTIVOS

    Silbaban contentos mientras pescaban con los pies a remojo. Tiraron del sedal y sacaron un dinosaurio. Seguidamente, un submarino, una sirena, una serpiente y dos naves espaciales ¡Sapristi, vaya pesca! Luego sacaron un castillo. A este le siguió un sonrosado extraterrestre. Después, un saxofón ¡Sopla, vaya pesca! El sortilegio se rompió súbitamente cuando mamá los pescó a ellos por las orejas y suspirando ruidosamente tras sacar el tapón del desagüe, los arrastró a la cama. Ya sumergidos entre las sabanas se oían sus inútiles sollozos de protesta, subrayados con algún que otro lastimero “Jooooo”
    Sobre la seca superficie de la bañera sobrevivían a la masacre un portaviones, un puesto de frutas, un Superman, un yo-yo, dos princesitas y una tribu de indios.

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  125. El berberecho y el viento
    ( un pacto secreto)

    Aquella mañana el día amaneció entristecido. La inquietante neblina pronosticaba un día perdido en el bullicioso verano.
    Con toda seguridad iba a llover. Siempre que hacía ese viento acababa lloviendo.
    Empecé a resignarme al ver que no podría luchar contra él.
    Así pasó un tiempo hasta que de pronto ocurrió algo inesperado: el viento comenzó a amainar. Fue arrastrando con él todas aquellas nubes que habían estado oscureciendo la mañana.
    - De repente todo cambió -
    Salió el sol
    Y casi sin darme cuenta me vi transportada a nuestra familiar playa de todos los días.
    Normalmente, a eso del mediodía, solía aparecer una señora con un balde de color amarillo repleto de berberechos. A veces incluso se desbordaban.
    Pero esa vez tardaba. No aparecía.
    Estábamos a punto de irnos cuando yo empecé a vislumbrar, a lo lejos, el balde amarillo que se iba acercando
    ! Mamá, los berberechos !
    Sin embargo a medida que se acercaba nos fuimos dando cuenta de que no era la figura de la señora.
    En su lugar apareció un chico joven, sonriente.
    - Hola ! no viene hoy la señora ?
    No, tuvo que ir a la Cofradía a arreglar unos papeles.
    Es mi madre, la sra. Remedios.
    Me retrase porque tuve que ayudarle a recogerlos. Hoy no está lleno.
    En realidad no iba a venir.
    - No importa -
    ( Ahora me alegro...)
    ( ,,, Y yo. )

    " Gracias "

    Gracias...
    Juan, me llamo Juan

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    Respuestas
    1. Ovidio, ya me decidí lo estoy intentando (con la ayuda de Olivia)

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